viernes, 4 de enero de 2013

Fe y miedo

 Desde que el ser humano tuvo la capacidad suficiente como para razonar de forma abstracta venimos haciéndonos ciertas preguntas que aún hoy no tienen respuesta. La contestación más común por parte de las religiones es la de que existen ciertas cosas que no podemos comprender mediante la razón y que son meramente irracionales. Se acuña el término de fe para todo aquello que no se puede demostrar y se debe creer por simple deseo, para esas cosas que no podemos comprender racionalmente. Bajo mi punto de vista, el hecho de que hoy aún no podamos explicar racionalmente ciertos aspectos, no quiere decir que sean inexplicables o que debamos acudir a la fe para entenderlos, sino que posiblemente aún no poseemos las herramientas necesarias como para lograr encajarlos en nuestro raciocinio. Me parece demasiado simple decir de algo que no podemos entenderlo y debe dejarse a la fe, demasiado cómodo y de privación a la reflexión o la experimentación.
De las cosas se dice que son finitas, pero no parecemos ponernos de acuerdo en que el universo sea finito. Si reflexionamos sobre esto llega un momento en que nos damos cuenta de que si nuestro universo tiene un fin, tenemos un grave problema de racionalidad al comprender que después de eso, no hay nada. Si realmente hay un punto en que finaliza, es difícil discernir que fuera no hay nada, que el universo se mantiene por sí solo. Ante este problema y otros semejantes, por el miedo a lo desconocido, recurrimos a la fe para creer en un ente que controla todo cuanto existe. Cuando los primeros humanos con capacidad para razonar observaron la lluvia, su asombro llegaría al no saber explicar el porqué de este suceso. Si imaginamos que somos uno de ellos, intentaríamos explicarlo con lo que nosotros mismos conocemos, y posiblemente una explicación sería la de que «un hombre mayor que nosotros vierte el agua desde lo alto». Si pensamos esto es porque no conocemos la meteorología ni las diferentes causas de los eventos climatológicos, y no los conocemos porque no poseemos las herramientas necesarias para hacerlo. Podría dar otros tantos ejemplos como el del paso del geocentrismo al heliocentrismo para comprender que, dependiendo de las herramientas que se tengan para la investigación, podemos dar explicaciones totalmente diferentes.
Nicolás De Cusa nos dice en La docta ignorancia que existe un máximo absoluto que es Dios, y que ese máximo comprende todo lo demás, que es uno y no hay nada mayor que él ni igual, que pone los límites a las cosas finitas y que sin él nada podría existir. Pues bien, la fe en un dios no es más que otra explicación por los medios que se tenían en ese momento. La idea de que todo sea infinito parece ser ilógica para nuestra razón, y por este motivo se creó algo que pusiera límite a todo ello, algo que es responsable de la creación de los entes y su conexión. Precisamente el mismo De Cusa dice en su libro que nuestro conocimiento se basa en la semejanza, y que por este medio no podemos alcanzar la certeza.[1] Es curioso que después se diga que Dios nos creó a su imagen y semejanza. Parece que viendo que los humanos somos semejantes unos a otros, a pesar de vivir en territorios ampliamente separados, la idea a la que se recurre es la de un ser creador semejante a todos nosotros,  y ¿por qué?, por el simple motivo de que en ese momento no se conocía la teoría de la evolución de Darwin, por ejemplo. Y si realmente fue Dios nuestro creador, ¿por qué en ninguna parte de La Biblia, conocida como la palabra de Dios, aparece el continente americano ni sus habitantes? ¿Por qué se olvidaría de toda una parte del mundo? Creo que no tenemos más que mirar a las imágenes del dios de cada cultura a lo largo del mundo. Si observamos las representaciones de Dios en Europa, aparecerá un hombre de piel blanca, y entonces, ¿no es también creador de los hombres de piel morena? Algunos dicen que a pesar de que hay diversas interpretaciones de dioses, en realidad sólo existe uno común a todos y cada cultura tiende a imaginarlo con sus propias características. Aún así, las religiones no sólo se idearon para dar explicación a lo que no se le podía dar, también comprenden toda una ética de valores y unas normas de convivencia para todos los que la profesan. Creer en un Dios común, en que todos somos hermanos, y tener la fe suficiente como para obedecer a sus directrices, no es más que un código de conducta, una ética que cuando no podía fundamentarse de otra manera, lo consiguió acudiendo a un ser infinito y todopoderoso que nos controlaba desde lo alto, que nos castigaría si obrábamos mal. En su momento, las religiones tuvieron un papel importantísimo para la evolución racional del hombre, para su convivencia, pero en cuanto éstas se diversificaron y nacieron las guerras provocadas por ellas, perdieron todo su sentido. Hemos llegado a matarnos, y aún hoy seguimos haciéndolo, por tener una fe diferente, por considerar que Dios era blanco o negro, que es uno o varios. No hemos logrado comprender que al fin y al cabo, todos tratamos de dar una explicación racional a lo que no comprendemos, aliviar nuestro miedo a lo que no conocemos o a sentirnos solos y desprotegidos. En lo que algunos ven a Dios como creador, yo veo la energía, descubierta gracias a los avances tecnológicos, y explicación factible para muchas de nuestras preguntas. La energía sí es infinita y envuelve a todo lo vivo, es necesaria para su existencia. Del mismo modo es una, no hay nada más grande y comprende a todo lo demás. Todo tiene energía y la energía es todo, es el máximo absoluto del que Nicolás De Cusa nos hablaba. Ahora sabemos que existen cosas que ni siquiera podemos ver, como el aire que respiramos y necesitamos para vivir, o esa energía que mueve las cosas. Quizás no hemos comprendido que puede que existan más sentidos de los que nosotros poseemos, que hayamos perdido algunos con el paso del tiempo o que ni siquiera hayamos tenido contacto con ellos. Muchas son las veces que he observado a mi perrita esperar atenta en la puerta de casa incluso varios minutos antes de que alguien familiar entrase por ella, y obviamente nosotros no poseemos ese sentido. Tampoco poseemos el sentido que la mayoría de los animales tiene para sentir el peligro ante una catástrofe natural incluso horas antes. Con todo esto quiero hacer ver, que no es que no podamos entender o dar respuesta a las grandes preguntas que nos ocupan desde nuestros inicios, sino que posiblemente carecemos de los sentidos, o las herramientas que los imiten, necesarias para poder hacerlo. 
Que el ser humano posea la razón es a la vez un regalo y una condena, porque nos lleva continuamente a cuestionarnos a nosotros mismos acerca de nuestro mundo e incluso nuestra propia existencia. Tenemos el deseo implacable de conocer, de descubrir cosas nuevas y resolver todas nuestras dudas, que cuando son resueltas, generan otras nuevas. Nuestro conocimiento es infinito porque infinitas son las formas de ver de cada persona o cada cultura. La subjetividad es infinita, el pensamiento humano y su razón son subjetivas, y por esto serán infinitas. Creamos la matemática para los problemas que el pensamiento racional no podía resolver, para cuantificar de forma sencilla y simplificada nuestro mundo. Nadie hoy va a negar que existen números infinitos, así que, si hemos sido capaces de crear algo abstracto e infinito, ¿no es nuestra razón infinita? Necesitábamos justificar nuestros actos y dar explicación a lo que no entendíamos. No comprendíamos por qué a pesar de vivir en lugares alejados éramos tan semejantes, por qué también nos asemejábamos a los animales en algunas de sus actividades e incluso su forma física. No entendimos el porqué de las cosas y necesitábamos una explicación para aliviar nuestra angustia existencial, que es el peor de los males que nos fueron conferidos al dotarnos de razón. El hombre necesitaba un nexo común por el que agruparse y ayudarse, una fundamentación a las normas que se establecían, un castigo real y temible para los que no actuaran moralmente. Cuando la moral y la ética no eran todavía entendidas ni desarrolladas se acudió a un ser todopoderoso y omnipresente, que por convención, se convertía en la fundamentación de las normas morales de toda cultura. Desde ese momento, el obrar inmoralmente sería castigado por Dios, un temible ser que todo lo ve y todo lo puede. Obrar de forma correcta también tendría una recompensa tras la muerte, otra de las grandes incógnitas del razonamiento humano y fruto de todos nuestros miedos. 
El miedo a la muerte es el que nos dota de valor y cordura en las situaciones difíciles, y quien no teme a la muerte se convertirá en un inconsciente, en un temerario. No podemos conocer qué hay tras la muerte, pero el miedo a la nada, al vacío, nuestra incapacidad para comprender que del ser se pase al no-ser; nos llevó a situar la muerte junto a ese Dios del que hablábamos, un descanso eterno bajo su protección, un regalo por nuestro buen comportamiento en vida. ¿Y qué hay del que obró mal en vida? El purgatorio, la pena tras la muerte, la convivencia en un sitio horrible junto a un ángel caído símbolo de todo lo malvado y perverso. Ante semejantes penas y regalos ¿quién no desearía creer en un Dios protector, quién no desearía obrar moralmente? Lo habíamos conseguido, habíamos fundamentado nuestra ética, habíamos dado un porqué a nuestros actos. 
Si de algo somos característicos los seres humanos es de nuestro continuo desacuerdo en casi todos los temas que nos conciernen, y este no sería menos. Se discrepa sobre la moralidad de algunos actos, sobre si la ablación lo es en el islam y el alcohol en el catolicismo. Existen innumerables subjetividades como ya dijimos, y con ellas disputas infinitas por la fundamentación diversa de cada religión o ética. Una vez nos sirvió creer en un Dios, nos sirvió una fe que no necesita fundamentación para estar unidos, para dar explicación a todo cuanto nos rodea; pero hoy, que ya hemos descubierto demasiado como para seguir en el mismo camino, que nuevas incógnitas han surgido, y tantas disputas nos han traído, necesitamos una fundamentación diferente, un nexo distinto y una explicación certera y demostrada. Hoy estamos dotados de herramientas gracias a la ciencia, que nos permite conocer más allá de nuestros límites racionales. Hemos podido descubrir el porqué de nuestra semejanza, con nosotros mismos y con los animales, el porqué de lo climatológico y lo astronómico, el porqué de grandes incógnitas. En nuestro tiempo hemos desarrollado la razón suficiente como para no necesitar un ser absoluto que nos controle y proteja.
Mi propuesta es simple, desechar viejas religiones como fundamentación de nuestra ética, y con ellas todas las disputas que alrededor de ellas se han creado y tanto daño han hecho al género humano. Nuestro pensamiento es lo suficientemente abstracto como para fundamentar nuestra ética en algo más cercano: el simple amor por los seres vivos, el sentimiento de unión con todos ellos. El evolucionismo abrió la puerta a nuevas fundamentaciones éticas, porque si todos venimos y vamos al mismo sitio, si incluso los demás seres vivos alguna vez estuvieron unidos a nosotros, no nos faltan razones para sentir cercanía con todos ellos y respetarlos como corresponde.
De sobras es sabido que las oscuras intenciones de muchos hombres impiden algo tan simple, que el egoísmo y la avaricia son el mal de nuestros días, y que no parecemos estar capacitados aún para tal propósito. Los que velan hoy por el cumplimiento de las normas morales somos nosotros mismos, los organismos que hemos creado para tal fin, pero también sabemos que en su mayoría están corruptos, o que incluso las normas que hemos establecido son injustas. Nuestro problema es muy claro, vivimos en competitividad y no en convivencia. Pretendemos estudiar mejores carreras que otros para lograr mejores sueldos que otros, queremos comprar objetos más caros, tener casas más grandes, incluso saber más que el resto. Premiamos a los estudiantes con calificaciones numéricas, suspendemos, rechazamos y apartamos a los que no quieren adoptar este sistema corrupto. La competitividad siempre originará envidia, y en este sistema jamás podremos convivir en paz. Si debemos tener fe en algo es en que algún día seremos capaces de comprender todo cuanto he dicho, y no sólo esto, sino también de ponerlo en práctica, que es lo más difícil.
En cuanto al máximo absoluto del que De Cusa hablaba, y al que yo denominé energía, no cabe duda de que abarca todo el universo, y que no podemos encajar que sea finito, que tras el ser haya un no-ser como ya Parménides sostenía. Todavía no podemos comprender los grandes misterios del universo, pero quizás con el tiempo encontremos nuevas respuestas que sin duda originarán nuevas preguntas. Mi creencia es firme al darle al universo una forma elíptica y cerrada semejante a la que ya conocemos en planetas y galaxias. No sé si tras él está la nada, pero la única explicación que parece razonable es que la energía sea eterna, porque parece no tener demasiado sentido que se originase de la nada sin más. Lo que sí he observado y ya hicieron también los antiguos filósofos griegos, es que el tiempo no es lineal como el catolicismo sostiene, sino que más bien forma una circunferencia, aunque yo diría elipsis porque nunca se repite idénticamente. Incluso nosotros mismos hemos tendido a organizar el tiempo de forma elíptica, colocando doce meses que se repiten, días de la semana que se repiten, y años bisiestos que por el contrario no se repiten siempre, pero que sí permiten formar ciclos. La propia tierra da vueltas una y otra vez, empezando y terminando siempre en el mismo lugar pero con circunstancias diferentes. Si pensamos en la muerte, ¿acaso tras ella no hay nada? ¿No es cierto que de nuestras cenizas surjan otros seres vivos? No puedo afirmar que los pitagóricos estuviesen en lo cierto al considerar que nuestras almas van pasando a otros seres vivos tras nuestra muerte, pero sí es razonable pensar que la energía que nos da vida se transforme y cambie de lugar. El miedo a nuestra muerte es lógico, es el olvido de nuestra persona tal y como somos, pero debería consolarnos que nuestra energía dará después lugar a otro ser vivo, quién sabe qué ni cómo. Esto, obviamente, es cuestión de fe, porque todavía no ha sido probado nada de lo que digo, pero sí hay algo de cierto al hablar de que la energía jamás se destruye, pues así se ha demostrado en algunos experimentos. Seguimos y seguiremos teniendo miedo a lo desconocido y fe en lo que alivie nuestra angustia vital, pero la forma en que lo tenemos no es la misma que la de hace siglos, o por lo menos, no debería serlo.
Hemos adorado a diferentes dioses, incluso durante algún tiempo nos adoramos a nosotros mismos y nuestras capacidades, pero quizás sea hora de volver a adorar lo que es visible y nada abstracto, la propia vida y la propia tierra, a la que tanto daño estamos haciéndole. Qué mayor nexo común necesitamos que el de vivir en un mismo universo, qué mayor semejanza que el miedo a la muerte, y qué mayor fe que la de querer vivir en paz. Con esto es suficiente para la convivencia, pero siempre que la competitividad desaparezca de nuestro vocabulario y la envidia se olvide por completo. Ni somos un número ni un valor concreto, somos otro ser vivo como el resto de ellos, ni más válidos ni capaces, tan sólo diferentes unos de otros y complementarios como ninguno. Intentamos establecer un sistema de control que asegurase nuestra convivencia y seguridad, pero nos equivocamos al basarlo en la competencia. Hoy ese sistema nos ha deshumanizado más que protegido, y tantas son las comodidades, que más queremos con el tiempo. Hoy sí deberíamos tener miedo a la muerte, pero no a la individual, sino a la de todo el género humano, que ha olvidado su nexo común natural por culpa de sus excesos provocados por la competitividad.
Concluyo no sin ganas de machacar aún más nuestro modo de vida, pero considero que ya es suficiente, pues en exceso pecaría de pesimismo. A pesar de tal y como todo se presenta, sí debemos guardar esa fe en el hombre, porque aún algunos siguen recordando el nexo que nos une y nos permite convivir de forma pacífica. La fe debe acudir hoy a la posibilidad del cambio a mejor, y el miedo a dañar lo que nos permite vivir. Que nuestra infinita posibilidad de abstracción nos lleve a pensar de modos diferentes nunca debería suponer un problema, pues si todos caminásemos por senderos idénticos, el aburrimiento nos haría perder las ganas de vivir el día a día con la ilusión por las novedades. Deberíamos tener fe en nuestras capacidades y miedo en que podamos competir con ellas.


[1] Acerca de esta cuestión, véase
Nicolás de Cusa, La docta ignorancia (S.l.: Scribd, S.d.). p. 16 et passim.

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