Desde que el ser humano
tuvo la capacidad suficiente como para razonar de forma abstracta venimos
haciéndonos ciertas preguntas que aún hoy no tienen respuesta. La contestación
más común por parte de las religiones es la de que existen ciertas cosas que no
podemos comprender mediante la razón y que son meramente irracionales. Se acuña
el término de fe para todo aquello que no se puede demostrar y se debe creer
por simple deseo, para esas cosas que no podemos comprender racionalmente. Bajo
mi punto de vista, el hecho de que hoy aún no podamos explicar racionalmente
ciertos aspectos, no quiere decir que sean inexplicables o que debamos acudir a
la fe para entenderlos, sino que posiblemente aún no poseemos las herramientas
necesarias como para lograr encajarlos en nuestro raciocinio. Me parece
demasiado simple decir de algo que no podemos entenderlo y debe dejarse a la
fe, demasiado cómodo y de privación a la reflexión o la experimentación.
De las cosas se dice
que son finitas, pero no parecemos ponernos de acuerdo en que el universo sea
finito. Si reflexionamos sobre esto llega un momento en que nos damos cuenta de
que si nuestro universo tiene un fin, tenemos un grave problema de racionalidad
al comprender que después de eso, no hay nada. Si realmente hay un punto en que
finaliza, es difícil discernir que fuera no hay nada, que el universo se
mantiene por sí solo. Ante este problema y otros semejantes, por el miedo a lo
desconocido, recurrimos a la fe para creer en un ente que controla todo cuanto
existe. Cuando los primeros humanos con capacidad para razonar observaron la
lluvia, su asombro llegaría al no saber explicar el porqué de este suceso. Si
imaginamos que somos uno de ellos, intentaríamos explicarlo con lo que nosotros
mismos conocemos, y posiblemente una explicación sería la de que «un hombre
mayor que nosotros vierte el agua desde lo alto». Si pensamos esto es porque no
conocemos la meteorología ni las diferentes causas de los eventos
climatológicos, y no los conocemos porque no poseemos las herramientas
necesarias para hacerlo. Podría dar otros tantos ejemplos como el del paso del
geocentrismo al heliocentrismo para comprender que, dependiendo de las
herramientas que se tengan para la investigación, podemos dar explicaciones
totalmente diferentes.
Nicolás De Cusa nos
dice en La docta ignorancia que
existe un máximo absoluto que es Dios, y que ese máximo comprende todo lo
demás, que es uno y no hay nada mayor que él ni igual, que pone los límites a
las cosas finitas y que sin él nada podría existir. Pues bien, la fe en un dios
no es más que otra explicación por los medios que se tenían en ese momento. La
idea de que todo sea infinito parece ser ilógica para nuestra razón, y por este
motivo se creó algo que pusiera límite a todo ello, algo que es responsable de
la creación de los entes y su conexión. Precisamente el mismo De Cusa dice en
su libro que nuestro conocimiento se basa en la semejanza, y que por este medio
no podemos alcanzar la certeza.[1]
Es curioso que después se diga que Dios nos creó a su imagen y semejanza.
Parece que viendo que los humanos somos semejantes unos a otros, a pesar de
vivir en territorios ampliamente separados, la idea a la que se recurre es la
de un ser creador semejante a todos nosotros,
y ¿por qué?, por el simple motivo de que en ese momento no se conocía la
teoría de la evolución de Darwin, por ejemplo. Y si realmente fue Dios nuestro
creador, ¿por qué en ninguna parte de La Biblia,
conocida como la palabra de Dios, aparece el continente americano ni sus
habitantes? ¿Por qué se olvidaría de toda una parte del mundo? Creo que no
tenemos más que mirar a las imágenes del dios de cada cultura a lo largo del
mundo. Si observamos las representaciones de Dios en Europa, aparecerá un
hombre de piel blanca, y entonces, ¿no es también creador de los hombres de piel
morena? Algunos dicen que a pesar de que hay diversas interpretaciones de
dioses, en realidad sólo existe uno común a todos y cada cultura tiende a
imaginarlo con sus propias características. Aún así, las religiones no sólo se
idearon para dar explicación a lo que no se le podía dar, también comprenden
toda una ética de valores y unas normas de convivencia para todos los que la
profesan. Creer en un Dios común, en que todos somos hermanos, y tener la fe
suficiente como para obedecer a sus directrices, no es más que un código de
conducta, una ética que cuando no podía fundamentarse de otra manera, lo
consiguió acudiendo a un ser infinito y todopoderoso que nos controlaba desde
lo alto, que nos castigaría si obrábamos mal. En su momento, las religiones
tuvieron un papel importantísimo para la evolución racional del hombre, para su
convivencia, pero en cuanto éstas se diversificaron y nacieron las guerras provocadas
por ellas, perdieron todo su sentido. Hemos llegado a matarnos, y aún hoy
seguimos haciéndolo, por tener una fe diferente, por considerar que Dios era
blanco o negro, que es uno o varios. No hemos logrado comprender que al fin y
al cabo, todos tratamos de dar una explicación racional a lo que no
comprendemos, aliviar nuestro miedo a lo que no conocemos o a sentirnos solos y
desprotegidos. En lo que algunos ven a Dios como creador, yo veo la energía,
descubierta gracias a los avances tecnológicos, y explicación factible para
muchas de nuestras preguntas. La energía sí es infinita y envuelve a todo lo
vivo, es necesaria para su existencia. Del mismo modo es una, no hay nada más
grande y comprende a todo lo demás. Todo tiene energía y la energía es todo, es
el máximo absoluto del que Nicolás De Cusa nos hablaba. Ahora sabemos que
existen cosas que ni siquiera podemos ver, como el aire que respiramos y
necesitamos para vivir, o esa energía que mueve las cosas. Quizás no hemos
comprendido que puede que existan más sentidos de los que nosotros poseemos,
que hayamos perdido algunos con el paso del tiempo o que ni siquiera hayamos
tenido contacto con ellos. Muchas son las veces que he observado a mi perrita
esperar atenta en la puerta de casa incluso varios minutos antes de que alguien
familiar entrase por ella, y obviamente nosotros no poseemos ese sentido.
Tampoco poseemos el sentido que la mayoría de los animales tiene para sentir el
peligro ante una catástrofe natural incluso horas antes. Con todo esto quiero
hacer ver, que no es que no podamos entender o dar respuesta a las grandes
preguntas que nos ocupan desde nuestros inicios, sino que posiblemente
carecemos de los sentidos, o las herramientas que los imiten, necesarias para
poder hacerlo.
Que el ser humano posea
la razón es a la vez un regalo y una condena, porque nos lleva continuamente a
cuestionarnos a nosotros mismos acerca de nuestro mundo e incluso nuestra
propia existencia. Tenemos el deseo implacable de conocer, de descubrir cosas
nuevas y resolver todas nuestras dudas, que cuando son resueltas, generan otras
nuevas. Nuestro conocimiento es infinito porque infinitas son las formas de ver
de cada persona o cada cultura. La subjetividad es infinita, el pensamiento
humano y su razón son subjetivas, y por esto serán infinitas. Creamos la
matemática para los problemas que el pensamiento racional no podía resolver,
para cuantificar de forma sencilla y simplificada nuestro mundo. Nadie hoy va a
negar que existen números infinitos, así que, si hemos sido capaces de crear
algo abstracto e infinito, ¿no es nuestra razón infinita? Necesitábamos
justificar nuestros actos y dar explicación a lo que no entendíamos. No
comprendíamos por qué a pesar de vivir en lugares alejados éramos tan
semejantes, por qué también nos asemejábamos a los animales en algunas de sus
actividades e incluso su forma física. No entendimos el porqué de las cosas y
necesitábamos una explicación para aliviar nuestra angustia existencial, que es
el peor de los males que nos fueron conferidos al dotarnos de razón. El hombre
necesitaba un nexo común por el que agruparse y ayudarse, una fundamentación a
las normas que se establecían, un castigo real y temible para los que no
actuaran moralmente. Cuando la moral y la ética no eran todavía entendidas ni
desarrolladas se acudió a un ser todopoderoso y omnipresente, que por
convención, se convertía en la fundamentación de las normas morales de toda
cultura. Desde ese momento, el obrar inmoralmente sería castigado por Dios, un
temible ser que todo lo ve y todo lo puede. Obrar de forma correcta también
tendría una recompensa tras la muerte, otra de las grandes incógnitas del
razonamiento humano y fruto de todos nuestros miedos.
El miedo a la muerte es
el que nos dota de valor y cordura en las situaciones difíciles, y quien no
teme a la muerte se convertirá en un inconsciente, en un temerario. No podemos
conocer qué hay tras la muerte, pero el miedo a la nada, al vacío, nuestra
incapacidad para comprender que del ser se pase al no-ser; nos llevó a situar
la muerte junto a ese Dios del que hablábamos, un descanso eterno bajo su
protección, un regalo por nuestro buen comportamiento en vida. ¿Y qué hay del
que obró mal en vida? El purgatorio, la pena tras la muerte, la convivencia en
un sitio horrible junto a un ángel caído símbolo de todo lo malvado y perverso.
Ante semejantes penas y regalos ¿quién no desearía creer en un Dios protector,
quién no desearía obrar moralmente? Lo habíamos conseguido, habíamos
fundamentado nuestra ética, habíamos dado un porqué a nuestros actos.
Si de algo somos
característicos los seres humanos es de nuestro continuo desacuerdo en casi
todos los temas que nos conciernen, y este no sería menos. Se discrepa sobre la
moralidad de algunos actos, sobre si la ablación lo es en el islam y el alcohol
en el catolicismo. Existen innumerables subjetividades como ya dijimos, y con
ellas disputas infinitas por la fundamentación diversa de cada religión o
ética. Una vez nos sirvió creer en un Dios, nos sirvió una fe que no necesita
fundamentación para estar unidos, para dar explicación a todo cuanto nos rodea;
pero hoy, que ya hemos descubierto demasiado como para seguir en el mismo
camino, que nuevas incógnitas han surgido, y tantas disputas nos han traído,
necesitamos una fundamentación diferente, un nexo distinto y una explicación
certera y demostrada. Hoy estamos dotados de herramientas gracias a la ciencia,
que nos permite conocer más allá de nuestros límites racionales. Hemos podido
descubrir el porqué de nuestra semejanza, con nosotros mismos y con los
animales, el porqué de lo climatológico y lo astronómico, el porqué de grandes
incógnitas. En nuestro tiempo hemos desarrollado la razón suficiente como para
no necesitar un ser absoluto que nos controle y proteja.
Mi propuesta es simple,
desechar viejas religiones como fundamentación de nuestra ética, y con ellas
todas las disputas que alrededor de ellas se han creado y tanto daño han hecho
al género humano. Nuestro pensamiento es lo suficientemente abstracto como para
fundamentar nuestra ética en algo más cercano: el simple amor por los seres
vivos, el sentimiento de unión con todos ellos. El evolucionismo abrió la
puerta a nuevas fundamentaciones éticas, porque si todos venimos y vamos al
mismo sitio, si incluso los demás seres vivos alguna vez estuvieron unidos a
nosotros, no nos faltan razones para sentir cercanía con todos ellos y
respetarlos como corresponde.
De sobras es sabido que
las oscuras intenciones de muchos hombres impiden algo tan simple, que el
egoísmo y la avaricia son el mal de nuestros días, y que no parecemos estar
capacitados aún para tal propósito. Los que velan hoy por el cumplimiento de
las normas morales somos nosotros mismos, los organismos que hemos creado para
tal fin, pero también sabemos que en su mayoría están corruptos, o que incluso
las normas que hemos establecido son injustas. Nuestro problema es muy claro,
vivimos en competitividad y no en convivencia. Pretendemos estudiar mejores
carreras que otros para lograr mejores sueldos que otros, queremos comprar
objetos más caros, tener casas más grandes, incluso saber más que el resto.
Premiamos a los estudiantes con calificaciones numéricas, suspendemos,
rechazamos y apartamos a los que no quieren adoptar este sistema corrupto. La
competitividad siempre originará envidia, y en este sistema jamás podremos
convivir en paz. Si debemos tener fe en algo es en que algún día seremos
capaces de comprender todo cuanto he dicho, y no sólo esto, sino también de
ponerlo en práctica, que es lo más difícil.
En cuanto al máximo
absoluto del que De Cusa hablaba, y al que yo denominé energía, no cabe duda de
que abarca todo el universo, y que no podemos encajar que sea finito, que tras
el ser haya un no-ser como ya Parménides sostenía. Todavía no podemos
comprender los grandes misterios del universo, pero quizás con el tiempo
encontremos nuevas respuestas que sin duda originarán nuevas preguntas. Mi
creencia es firme al darle al universo una forma elíptica y cerrada semejante a
la que ya conocemos en planetas y galaxias. No sé si tras él está la nada, pero
la única explicación que parece razonable es que la energía sea eterna, porque
parece no tener demasiado sentido que se originase de la nada sin más. Lo que
sí he observado y ya hicieron también los antiguos filósofos griegos, es que el
tiempo no es lineal como el catolicismo sostiene, sino que más bien forma una
circunferencia, aunque yo diría elipsis porque nunca se repite idénticamente.
Incluso nosotros mismos hemos tendido a organizar el tiempo de forma elíptica,
colocando doce meses que se repiten, días de la semana que se repiten, y años
bisiestos que por el contrario no se repiten siempre, pero que sí permiten
formar ciclos. La propia tierra da vueltas una y otra vez, empezando y
terminando siempre en el mismo lugar pero con circunstancias diferentes. Si
pensamos en la muerte, ¿acaso tras ella no hay nada? ¿No es cierto que de
nuestras cenizas surjan otros seres vivos? No puedo afirmar que los pitagóricos
estuviesen en lo cierto al considerar que nuestras almas van pasando a otros
seres vivos tras nuestra muerte, pero sí es razonable pensar que la energía que
nos da vida se transforme y cambie de lugar. El miedo a nuestra muerte es
lógico, es el olvido de nuestra persona tal y como somos, pero debería
consolarnos que nuestra energía dará después lugar a otro ser vivo, quién sabe
qué ni cómo. Esto, obviamente, es cuestión de fe, porque todavía no ha sido
probado nada de lo que digo, pero sí hay algo de cierto al hablar de que la
energía jamás se destruye, pues así se ha demostrado en algunos experimentos.
Seguimos y seguiremos teniendo miedo a lo desconocido y fe en lo que alivie
nuestra angustia vital, pero la forma en que lo tenemos no es la misma que la
de hace siglos, o por lo menos, no debería serlo.
Hemos adorado a
diferentes dioses, incluso durante algún tiempo nos adoramos a nosotros mismos
y nuestras capacidades, pero quizás sea hora de volver a adorar lo que es
visible y nada abstracto, la propia vida y la propia tierra, a la que tanto
daño estamos haciéndole. Qué mayor nexo común necesitamos que el de vivir en un
mismo universo, qué mayor semejanza que el miedo a la muerte, y qué mayor fe
que la de querer vivir en paz. Con esto es suficiente para la convivencia, pero
siempre que la competitividad desaparezca de nuestro vocabulario y la envidia
se olvide por completo. Ni somos un número ni un valor concreto, somos otro ser
vivo como el resto de ellos, ni más válidos ni capaces, tan sólo diferentes
unos de otros y complementarios como ninguno. Intentamos establecer un sistema
de control que asegurase nuestra convivencia y seguridad, pero nos equivocamos
al basarlo en la competencia. Hoy ese sistema nos ha deshumanizado más que
protegido, y tantas son las comodidades, que más queremos con el tiempo. Hoy sí
deberíamos tener miedo a la muerte, pero no a la individual, sino a la de todo
el género humano, que ha olvidado su nexo común natural por culpa de sus
excesos provocados por la competitividad.
Concluyo no sin ganas
de machacar aún más nuestro modo de vida, pero considero que ya es suficiente,
pues en exceso pecaría de pesimismo. A pesar de tal y como todo se presenta, sí
debemos guardar esa fe en el hombre, porque aún algunos siguen recordando el
nexo que nos une y nos permite convivir de forma pacífica. La fe debe acudir
hoy a la posibilidad del cambio a mejor, y el miedo a dañar lo que nos permite
vivir. Que nuestra infinita posibilidad de abstracción nos lleve a pensar de
modos diferentes nunca debería suponer un problema, pues si todos caminásemos
por senderos idénticos, el aburrimiento nos haría perder las ganas de vivir el
día a día con la ilusión por las novedades. Deberíamos tener fe en nuestras
capacidades y miedo en que podamos competir con ellas.
[1] Acerca de esta cuestión, véase
Nicolás de Cusa, La docta ignorancia (S.l.: Scribd,
S.d.). p. 16 et passim.
Muy buena reflexión,muy bien escríta y muy interesante.Grácias.
ResponderEliminarGracias a ti por leerme.
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