viernes, 24 de mayo de 2013

Sobre el método cartesiano

Durante estas líneas, trataré de agrupar aquí las ideas más importantes del Discurso del método de Descartes, aunque cabe advertir que ciertas interpretaciones serán de opinión propia, y nunca debieran tomarse por verdad absoluta.
La primera de las ideas que, según mi entendimiento, es importante, versa sobre la razón, definida como la capacidad de distinguir entre lo verdadero y lo falso. De ella dirá Descartes que la poseen todos los hombres, y si sus opiniones distan entre sí, será porque tomen caminos diferentes, y den importancia a asuntos distintos. Esta razón o discernimiento se encuentra en los accidentes, y no en las formas o naturalezas de los individuos de una misma especie. Cabría decir que encuentro una notable semejanza entre este pensamiento cartesiano y la sentencia «yo soy yo y mis circunstancias», del español Ortega y Gasset. Si se nos dice a modo cartesiano, que la razón se encuentra en los accidentes y no en las formas, entiendo, primeramente, que se comprende una separación entre lo que concierne al cuerpo y a la mente. Lo que Descartes llama accidentes serán aquellas acciones que realice el hombre por medio de su razón, y si se nos advierte de la posibilidad de toma de diferentes caminos, teniendo en cuenta distintos asuntos, no veo diferencia alguna entre los términos accidente y circunstancia. Visto así, ambos filósofos entienden al ser humano como poseedor de la razón, pero capaz de diferenciarse con ella mediante las opiniones.
Realizadas estas consideraciones, el Discurso del método en cuanto que tal, no comenzará a desarrollarse sin antes realizar una aclaración su autor. Advertirá que su propósito no es el de ofrecer un método común para todos los humanos, pues esto sería suponer que sus capacidades son superiores a las del resto de los mortales, sino el de exponer un simple ejemplo, su método, para que cada cual sea capaz de razonar acerca del método idóneo para sí mismo. Y cierto tinte socrático no se hará esperar en la introducción a su exposición, pues nos explica sin lugar a dudas, cómo a pesar de haber realizado sus estudios en un lugar prestigioso, ha terminado con más dudas de las que tenía al comenzarlos. El reconocimiento de su propia ignorancia al estilo de Sócrates es la causa principal de la búsqueda de un método, que tratará de conseguir la mejor forma posible de conocimiento fiable, y tratando, a través de él, de arrojar luz acerca de nuestra propia existencia.
Sobre los saberes, cito textualmente, Descartes dice que «la teología enseña a ganar el cielo, la filosofía proporciona el medio de hablar de todas las cosas con verosimilitud y de hacerse admirar por los menos sabios; que la jurisprudencia, la medicina y las otras ciencias aportan honores y riquezas a quienes las cultivan; y, en fin, que es bueno haberlas examinado todas, aun las más supersticiosas y falsas, a fin de conocer su justo valor y no dejarse engañar por ellas.»[1] Por todos es sabido que las formas de entender a los autores varían dependiendo de sus lectores e intérpretes, así que permitirán que ofrezca mi propia visión acerca de estos temas. Cuando Descartes habla sobre el honor y las riquezas que aportan algunas ciencias, encuentro matices ampliamente críticos con los cambios en cuanto a lo que a fundamentación se refiere. Recordemos que antaño era la filosofía la encargada de la fundamentación del resto de saberes, la que trataba de encontrar razones suficientes del porqué se hace o investiga algo. Sin embargo, en su momento, la situación se había invertido, y ahora la ciencia era capaz, no sólo de fundamentarse a sí misma, sino que aspiraba a fundamentar al resto de saberes. Puede que me equivoque, pero quizás Descartes, al igual que admitía su ignorancia a pesar de haberse formado en un prestigioso centro, esté advirtiéndonos de una brutal desestimación de la filosofía en el futuro, como de hecho llevamos sufriendo desde hace años.
Arriesgaré más en mis interpretaciones, pues demasiada coincidencia resulta encontrar que se nos hable de teología, y al final de lo citado se sentencie que «es bueno haberlas examinado todas, aun las más supersticiosas y falsas, a fin de conocer su justo valor y no dejarse engañar por ellas.»[2] Escuché una vez ciertas interpretaciones acerca de Descartes cuanto menos curiosas. Aseguran algunos que, en realidad, este pensador es un ateo encubierto que prefirió incluir a Dios como culmen de su Discurso del método, sabidas las consecuencias que podría acarrear lo contrario. Por este motivo, intentaré prestar atención a los posibles indicios de crítica hacia la teología que pueda encontrar, y siendo éste, posiblemente, uno de ellos.
Prosiguiendo con su discurso, Descartes considera que viajar es importante para que un hombre sea capaz de abrir su mente. Cree que de esta forma podríamos entender que nuestras costumbres son infundadas o nuestras creencias falsas. Como conclusión a esto, expone que aquellos que no han visto nada más allá de sus fronteras, posiblemente no gocen de buen criterio.
Intentando establecer su método, Descartes buscará en algunas ciencias los aspectos necesarios para éste. Acerca de las matemáticas, se asegura que sus resultados son certeros, pero sin embargo no ofrecen información más allá de las artes mecánicas. Podemos decir de ellas que se limitan a calcular la simplificación del mundo, pero no pueden acceder a lo abstracto del pensamiento ni darnos conocimientos nuevos.
De la teología, simplemente prefiere no tratar, pues asegura que sus razonamientos como hombre son demasiado simples, una actitud bastante curiosa teniendo en cuenta que los censores leerían sus palabras antes de ser publicadas. Algo dirá sin embargo de la filosofía, de la que presume haber sido cultivada por los más excelentes espíritus desde hace siglos. Aún así, aprovecha para lanzar lo que podría ser una crítica contra ésta, ya que –según Descartes– todavía nada se ha sacado en claro de ella, sino que continuamente se discuten acerca de sus temas, y se crean nuevas dudas a la par que resuelven algunos problemas. A estas declaraciones quisiera añadirles que, precisamente, ese debiera ser el espíritu filosófico, la continua duda, y por tanto, es absurdo atacarla por hacer lo que le corresponde, algo tan necesario en la lucha contra los dogmas.
Del resto de las ciencias expone que toman sus principios de la filosofía, y que si en ella son poco sólidos o permanentemente dubitables, así lo serán también en las demás ciencias, por lo que quizás el honor y riquezas recibidos por aquéllos que las desempeñan, puede que sean injustificados.
Y una vez desarrollado todo lo anterior, Descartes concluye la primera parte de este discurso realizando diferentes consideraciones acerca de su experiencia. Dirá primero que viajar es una parte esencial para el recogimiento de las diferentes experiencias, que pueden mejorar nuestra capacidad de razonamiento.
En lo siguiente, considero necesario citar textualmente: «podría encontrar mucha más verdad en los razonamientos que cada uno hace acerca de los asuntos que le importan, y cuyo suceso puede castigarle después si ha juzgado mal, que en los que lleva a cabo un hombre de letras en su gabinete sobre especulaciones, que no producen ningún efecto ni tienen para él otra consecuencia que la de excitar, tal vez, su vanidad en tanto mayor medida cuanto más se alejen del sentido común, ya que habrá tenido que emplear tanto más ingenio y artificio en tratar de hacerlas verosímiles.»[3] De esto, debe extraerse una crítica voraz hacia aquéllos filósofos de salón que creen que, por utilizar enrevesadas palabras y formulaciones abstractas, son mejores que los que lo hacen de manera sucinta y sencilla. Debiéramos comprender que, lo realmente complejo en filosofía es que, incluso las personas que no saben de ella, puedan entender nuestras palabras, eso sí, siempre que nuestras intenciones sean las de servir para un fin diferente al de alimentar nuestro propio ego.
Para concluir la primera parte del discurso, Descartes añade lo que podría recordarnos a la formulación de la falacia naturalista[4]: «aprendí a no creer demasiado firmemente en nada de lo que hubiese sido persuadido sólo por el ejemplo y la costumbre; y así me liberé poco a poco de muchos errores que pueden ofuscar nuestra luz natural y hacernos menos capaces de escuchar la voz de la razón.»[5]
Ya en la segunda parte del discurso, se nos ofrecen razones para la duda. Descartes considera que un hombre solo es capaz de pensar más nítidamente por sí mismo que acompañado, y que las obras de varios autores suelen ser más imperfectas que las de autores únicos. La intención de estas palabras es la de promover el pensamiento crítico y personal, no dejándonos llevar por el resto de los mortales, como ejemplificará después diciendo que, tan pronto como un hombre viaja al extranjero, es capaz de entender que gran parte de los estereotipos aprendidos son falsos.
Y si los pensamientos, al parecer, tienen mucho que ver con el contexto social de cada persona, Descartes va más allá inmiscuyendo también a los gustos en este asunto. Su ejemplo no podría ser más claro, y a pesar de haberse escrito hace tantos años, es más válido que nunca: «que, hasta en las modas de nuestros vestidos, lo mismo que nos gustó hace diez años, y que nos gustará quizá de nuevo antes de otros diez, nos parece hoy extravagante y ridículo; que según esto, lo que nos convence es mucho más la costumbre y el ejemplo que ningún conocimiento cierto.»[6] Es curioso que de manera tan temprana en la historia, un hombre comprenda que nuestra sociedad se mueve por modas y costumbres, y que éstas rigen el pensamiento de las generaciones. Por estos motivos, Descartes se inclinará por la duda como primer paso para su método, pues como hemos visto, pensando crítica y personalmente, la concepción que pueda tenerse de las cosas varía notablemente.
En la búsqueda de lo idóneo para este método, tratará primero la lógica, de la que asegura que sólo sirve para explicar otros conocimientos que ya se tienen, pero no para descubrir otros nuevos. De la geometría dirá que sólo tiene en consideración a las figuras, que es demasiado abstracta, y por ello no puede conocer mucho más sin hacer uso de grandes dosis de imaginación. Acerca del álgebra –nos dirá Descartes– ésta ha sido convertida en arte demasiado confuso por su excesiva obediencia a reglas y cifras. Y como ninguna de las vías anteriormente citadas eran del agrado del autor, optaría por las cuatro que explicaré a continuación.
En primer lugar, no debemos aceptar nada como verdadero si no es visto por nosotros clara y distintamente. Sólo en caso de que la claridad y distinción fuesen suficientes como para no ponerlo en duda, podríamos tomar algo por verdadero. A este paso podemos denominarle «evidencia».
En segundo lugar, debieran dividirse, todas las dificultades que pudiésemos encontrar, en tantas partes como fuese posible, además de hacerlo de la manera más idónea para facilitar una correcta resolución. Denominamos a este paso «análisis».
En tercer lugar, se han de ordenar correctamente nuestros pensamientos, comenzando por los más simples, ascendiendo poco a poco a medida que su dificultad crece. Llamaremos «síntesis» a este paso.
En cuarto y último lugar, realizaremos enumeraciones completas en todo lo estudiado, asegurándonos concienzudamente de no omitir nada. Llamemos a este último paso «enumeración y revisión».
A estos pasos, llegará Descartes de la manera que explica en la siguiente cita: «Esas largas cadenas de razones tan simples y fáciles de que los geómetras acostumbran a servirse para llegar a sus más fáciles demostraciones, me habían dado ocasión de imaginarme que todas las cosas que pueden caer bajo el conocimiento de los hombres se siguen unas a otras de la misma manera, y que sólo con abstenerse de recibir como verdadera ninguna que no lo sea, y con guardar siempre el orden que es menester para deducirlas unas de otras, no puede haber ninguna tan alejada que finalmente no se alcance, ni tan oculta que no se descubra.»[7]
Siguiendo su propio método, considera que las matemáticas nos ofrecen algunas razones ciertas y evidentes por las que sería correcto empezar. Y teniendo en cuenta que estas ideas algunas veces precisarían ser consideradas en particular, y otras conjuntamente, lo oportuno sería suponerlas en línea, tomando así las características más importantes de la geometría y el álgebra.
En el parágrafo final de esta parte del discurso, Descartes asegura haberse contentado con el método, porque está seguro de hacer uso de su razón en todo. Sus intenciones eran las de aplicar éste a todas las ciencias, pero si al comienzo del trabajo advertíamos –al igual que Descartes en el discurso– que los principios de la filosofía, que dota de ellos al resto de ciencias, estaban aún por establecer, debería intentar primero establecer los de ésta. Y siendo él mismo consciente de la gran tarea que se encomendaba, consideró oportuno esperar a tener más edad, y con ella más experiencias que facilitaran este cometido.
Una vez establecido el método y el fin al que pretendía llegar, Descartes comienza la tercera parte de su discurso ofreciendo una serie de máximas que sirvieran, según sus propias palabras, de «moral provisional». La primera consistía en obedecer las leyes y costumbres de su país, así como conservar la religión en la que se le había instruido. Esto lo haría siguiendo a los que cree más sensatos y prudentes de entre los hombres con opinión moderada. Destaca que no deberíamos fijarnos en lo que dice un hombre sino en sus acciones, pues demasiadas veces dista uno de lo otro. Y además, entre varias opiniones sobre el mismo asunto, elegiría siempre la más moderada por ser más cómoda prácticamente. En este punto debo inmiscuirme para resaltar que Descartes ha tratado sobre la religión e, inmediatamente después, lanza una crítica sobre los hombres que no hacen lo que dicen. Quizás como ya dijimos sean meras fábulas personales, pero que vuelvan a aparecer ambos asuntos tan cercanos, es cuanto menos curioso, teniendo en cuenta las tesis sobre un Descartes ateo. Sobre esta máxima, volviendo a lo anterior, poco más dirá, añadiendo que rechazaría todo aquello que pudiese coartar la libertad.
La segunda de sus máximas afirma que se ha de ser firme en las opiniones, a pesar de que estas puedan parecer dudosas al principio, pues en caso de equivocarnos, la conclusión al menos será alguna, aunque fuese alejada. Además, observa que si es imposible la elección de una opinión verdadera, al menos debemos elegir la más probable.
La máxima tercera sugiere el olvido de deseos por el cambio del mundo en general, y centrar nuestros pensamientos en que, lo único sobre lo que realmente tenemos control, es, precisamente, nuestro pensamiento. De esta máxima, Descartes aduce una conclusión de rasgos cínicos que fácilmente pudieran recordarnos a Diógenes de Sinope: «si consideramos todos los bienes exteriores a nosotros como igualmente alejados de nuestro poder, no lamentaremos el carecer de aquellos que parecen ser debidos a nuestro nacimiento, cuando nos veamos privados de ellos sin culpa nuestra»[8] Tras estas palabras, recordará a los filósofos griegos que consideraban como lo idóneo el vivir conforme a la naturaleza, siendo uno de ellos el que nombrábamos anteriormente.
Para concluir esta parte de su discurso, Descartes se propone analizar las ocupaciones que los hombres tienen en la vida, pero no encuentra ninguna mejor para él que la de una búsqueda de la verdad siguiendo su método.  Las máximas que ofrecía tan sólo eran pautas para llevar a cabo correctamente este método, pues él mismo sentencia que «basta juzgar bien para obrar bien, y juzgar lo mejor que se pueda para obrar también de la mejor manera posible.»[9]
La cuarta parte del Discurso del método es sin duda la más celebre de todas, pues en ella aparecen los fundamentos de la metafísica cartesiana, y con ellos el principio que andaba buscando. Como ya todos sabemos, en un comienzo, Descartes dudará de todo cuanto razona y experimenta en tanto que nuestros sentidos nos engañan en múltiples ocasiones –p. ej. una vara dentro del agua parece estar doblada–, además de que nada podría probar que no formen parte de un sueño. Inmediatamente después de esto, comprende que en este acto de duda está pensando, y el acto de pensar le hace, al menos, estar seguro de que existe. Aparece aquí el cogito ergo sum, pienso luego existo, del que se dirá que no podemos dudar de que estamos dudando, pues dudar es pensar, y pensar implica existir. Y no vacilará Descartes en situar este como el primer principio de la filosofía que estaba buscando. Su aceptación nos lleva a descubrir que la esencia propia del hombre es la de pensar, y si esto es así, el alma será parte distinta del cuerpo, pues a ella se atribuye tal función.
Si entendemos el cogito como una verdad clara y distinta, como anteriormente exigíamos en la exposición del método, y reflexionamos que dudando nos comprendemos como imperfectos, debemos extraer de algún otro sitio las ideas de perfección. Descartes cree que el hombre no puede imaginar ideas si estas no tienen correspondencia con la realidad de los sentidos, teniendo aquí rasgos empiristas, pero reconoce que la idea de Dios y alma nunca se situaron en estos, sino que son fruto de la razón. En este discurso atribuye a la divinidad la perfección y la responsabilidad de colocar en nuestras mentes las ideas, pero nuevamente intentaré ir más allá en mi interpretación. Veo de nuevo indicios que elevan mis sospechas acerca de la tesis ya pronunciada, y para ello examinemos sus palabras: «hasta los filósofos tienen como máxima en las escuelas, que no hay nada en el entendimiento que antes no haya estado en los sentidos, donde, sin embargo, es cierto que las ideas de Dios y del alma no estuvieron jamás.»[10] Si la idea de Dios no se encuentra previamente en nuestros sentidos, y sólo lo hace en nuestra razón, ha de tenerse en cuenta que podría ser perfectamente fruto de nuestra imaginación. Si sólo se atribuye a estas ideas su conocimiento mediante la razón, quedan fuera de cualquier posible demostración, siendo lo único conseguido una mayor duda acerca de ellas. Es curioso que Descartes sitúe la idea de la perfección o la divinidad en la facultad racional, pues podría llegarse a entender que Dios es una creación del hombre. A pesar de esto, dejemos claro que lo habitualmente interpretado de este texto es que, Dios como perfección, colocó tales ideas en nuestras mentes, facilitando así la diferenciación entre ellas y la elección de las claras y distintas.
Finalizando esta parte del discurso, se dirá acerca del sueño que, a pesar de que debemos ser conscientes de que durante éste la imaginación es predominante, sí cabe la posibilidad –admitirá Descartes– de que alguno de nosotros ingenie un gran sistema durante este, pues al fin y al cabo es nuestra mente la que trabaja.
Ya en la quinta parte, el autor dice haber descubierto ciertas verdades sobre las ciencias, pero que, ciertas consideraciones que en ellas se encuentran, le impiden publicar un tratado sobre ello. Sin duda, una de esas consideraciones a las que se refiere es la de la admisión del movimiento de la Tierra, por la que Galileo fue condenado en 1633. Esta es, quizás, otra evidencia de su contrariedad con la Iglesia, y prueba de su ateísmo encubierto es la prudencia de no publicar lo que la contraviene.  Y dadas dichas razones, Descartes decide resumir esas verdades descubiertas en este mismo discurso.
Del resumen de estas verdades[11] considero de la mayor importancia una posible explicación del origen del mundo, a la que Descartes atribuye el fuego –al igual que Heráclito de Éfeso– como posible arjé o primer elemento. Analícese detenidamente lo que cito a continuación: «También, entre otras cosas, por no conocer yo nada en el mundo que produjese luz más que el fuego, me apliqué a hacer comprender claramente todo lo que pertenece a su naturaleza: cómo se forma, cómo se alimenta, cómo a veces no tiene más que calor sin luz y otras veces luz sin calor; cómo puede introducir diversos colores en distintos cuerpos, y otras diferentes cualidades; cómo funde algunos y endurece otros; cómo puede consumirlos casi todos y convertirlos en cenizas y humo; cómo, en fin, de estas cenizas por la simple violencia de su acción, forma el vidrio (pues, pareciéndome esta transmutación de las cenizas en vidrio admirable como ninguna otra en la Naturaleza, tuve un placer especial en describirla).»[12] De estas palabras, mi razón me obliga a creer que está intentando establecer, aunque de forma muy cautelosa, el fuego como arjé, al igual que los antiguos griegos trataban de hacerlo. Pero si algo es aún más curioso es lo que sigue a estas consideraciones, pues Descartes se apresura a cubrir sus espaldas con estas palabras: «No quería yo, sin embargo, inferir de todas estas cosas que este mundo haya sido creado de la manera que yo proponía, pues es mucho más verosímil que Dios lo hiciese desde un principio tal como debe ser.»[13] Recordemos a esto sus palabras en la parte anterior de este discurso, que tras hablar sobre la posibilidad de saber la procedencia de nuestras ideas, dirá lo que sigue: «pero no podía ocurrir lo mismo con la idea de un ser más perfecto que el mío, pues el tenerla de la nada era cosa manifiestamente imposible.»[14] Ambas declaraciones unidas acaban suscitando un paradoja, pues si de las ideas no es posible que surjan de la nada, ¿cómo es posible que ahora afirme que Dios creó el mundo de la nada, habiendo antes explicado otra posible opción? ¿No será que Descartes nos habla con ironía cuando nos dice que esa explicación es mucho mejor que la suya? Creo que estarán ya adelantándose a mis palabras cuando voy a decirles que, esta, es otra de las evidencias de un Descartes que va dejándonos migas en su discurso, que poco a poco, con la interpretación debida, resultan formar un pan poco apetecible para la Iglesia, razón más que suficiente para su ocultación. Y no será necesario recordarles también que, al inicio de esta parte del discurso, claramente excusa la no publicación de su tratado sobre las verdades de la ciencia por «ciertas consideraciones», como la que anteriormente yo les aportaba en cuanto al movimiento de la Tierra y la condena de Galileo.
Tras esto, siguen llegando declaraciones más que sospechosas: «De la descripción de los cuerpos inanimados y de las plantas pasé a la de los animales, y en particular a la de los hombres. Pero como no tenía todavía bastantes conocimientos para hablar de estas cosas en el mismo estilo que de las demás, es decir, demostrando sus efectos por sus causas y haciendo ver de qué semillas y por qué medios debe producirlas la Naturaleza, me contenté con suponer que Dios había formado el cuerpo de un hombre enteramente semejante a uno de los nuestros.»[15] Que utilice la expresión «me contenté» y «no tenía todavía bastantes conocimientos», al menos a mí, me resulta una crítica contra los fundamentos de la religión, explicándola como un mito al que se acudía, contentándonos, cuando no teníamos, todavía, los conocimientos suficientes para explicar los fenómenos.
Siguiendo su discurso, Descartes asegura que la fuerza de la que antes nos habló dependiente del fuego, es la que los humanos poseemos en el corazón, responsable de la circulación de la sangre en nuestro cuerpo. Durante las siguientes páginas, explicará el movimiento del corazón[16], algo que considero de sobra conocido por mis posibles lectores, y que no demasiado puede aportar a un trabajo filosófico como este. De igual modo, explicará también la respiración y digestión[17], de lo que únicamente extraeré, por su importancia metafísica, que al igual que todas las funciones del cuerpo humano –según Descartes– son posibles por el calor que el corazón transmite al resto de órganos a través de la sangre. Su explicación va más allá cuando asegura que el corazón se encarga de suministrar calor al cerebro, verdadero responsable del movimiento de todos nuestros órganos y miembros, en el que se encuentra lo que denomina «espíritu animal». Diferenciará después que ese espíritu es diferente en los hombres, pues nuestro cerebro, además de ser capaz de mover nuestros miembros, lo es también de razonar. De esto, podría deducirse que, al modo de entender de Descartes, el alma se encuentra en el cerebro.
Explicadas estas ideas, se nos ofrecen en este discurso los modos de diferenciar a un hombre de un autómata, pues asegurará el autor que algunas máquinas son también capaces de generar el mismo movimiento que logran nuestros órganos, aunque la perfección sea mayor en nuestro cuerpo. Dirá Descartes que tenemos dos medios para diferenciar a un hombre de un autómata, siendo el primero que, éstos últimos, no podrían hacer uso de la palabra ni otros signos para comunicar sus pensamientos. Si lograsen articular palabras, e incluso contestar a nuestras preguntas, asegura que no podrían elaborar discursos elaborados y racionales.
El segundo modo para diferenciarlos es que, los autómatas, obrarán mecánicamente y sin haber razonado el porqué de su movimiento, mientras que un humano será plenamente consciente de sus actos. Sí reconoce Descartes que los autómatas podrían realizar determinadas acciones con mayor perfección que los hombres, pero como dijimos antes, no serán conscientes de ello, sino que obedecerían a leyes mecánicas.
Se nos hablará después de los animales, de los que dice que pueden ser diferenciados de los hombres del mismo modo que hemos explicado para los autómatas, pues a pesar de que algunos puedan mostrar sentimientos o articulen palabras, como puedan ser los loros, no son conscientes de sus acciones, y si un autómata obra por mecánica, un animal lo hará por la disposición de sus órganos, semejante a la nuestra, de la que le dotó la naturaleza.
Para concluir esta quinta parte del discurso, Descartes expondrá sobre el alma que es bien diferente a la de los animales, pues lo propio de la nuestra es pensar, siendo el hombre el único que tiene esta capacidad. Por este motivo, considera que la reencarnación en otros animales es imposible, pero sin embargo sí cree que el alma humana sea inmortal, pues es lo que da la vida al cuerpo, que por el contrario sí perece.
En la sexta y última parte del Discurso del método, su autor cuenta cómo, por miedo a las posibles represalias, no publica sus consideraciones acerca de la ciencia, y de manera más exacta la física, conocido el juicio de Galileo. Tras esto, reflexiona que los hombres tenemos el deber de procurar un bien general tanto como nos sea posible, y compartir dichos conocimientos podría ser causa de un gran bien en la humanidad.
La ciencia por excelencia para Descartes es la medicina, pues considera que con las investigaciones necesarias, podría ser cura de infinidad de enfermedades, no sólo del cuerpo, sino también del espíritu. Y precisamente confiesa que ese es su fin en la vida, el de llegar a conocer tanto la naturaleza como para ofrecer a la medicina las mejoras necesarias.
La última parte de este discurso es una explicación de las razones por las que no publicó sus conocimientos sobre ciencia en vida, esperando a su muerte para sacarlos a la luz. Descartes cree firmemente que si hubiese publicado sus textos mientras vivía, los comentarios o críticas que pudieran hacerle le distraerían demasiado de sus funciones en la investigación de la naturaleza. Si algo adoraba era la tranquilidad, necesaria para una concentración suficiente a la hora de escribir o investigar, y la publicación de sus textos, trajese fama o deshonra, impediría su sosiego.
La conclusión del Discurso del método es una declaración de deseos por parte de su autor, que pretende gastar el resto de su vida en la investigación de la naturaleza con el objetivo último de mejorar la medicina, logrando con ello un bien mayor para los hombres, pues «todo hombre está obligado a procurar el bien de los demás tanto como esté en su mano»[18] según Descartes, y «nada vale quien a nadie es útil.»[19]
Pocas consideraciones pueden hacerse ya sobre este discurso, pues a lo largo de su explicación, o mejor dicho interpretación, he detallado ciertos fragmentos que parecen apoyar la tesis de un Descartes diferente al que comúnmente se nos explica. Sabiendo sobradamente que este discurso nos aporta un método para un conocimiento e investigaciones certeras, no debemos olvidar el carácter ampliamente crítico de este autor con ciertos aspectos que hemos destacado. Sus tiempos fueron de terrible censura y condena a los considerados herejes, por lo que no resulta extraño que no publicase algunos de sus textos en vida, y que, además, existiese un mensaje oculto en los que sí publicaba, como este discurso, al igual que los escritores españoles, durante el franquismo, escondían sus mensajes de manera que los ingenuos censores no se percatasen de ellos.
Ni soy quién, ni este es el momento para asegurar que Descartes era un ateo encubierto, pero su Discurso del método suscita ciertas dudas en mi persona, y si precisamente él nos invita a dudar de todo, no será en menor medida con las intenciones de su obra, pues quién sabe si realmente eran dobles.


[1] Descartes, René. Discurso del método. Barcelona: Orbis, 1983, p. 47
[2] Ibídem
[3] Op. Cit., p. 50
[4] De un «es» no debe extraerse un «deber ser».
[5] Ibídem
[6] Op. Cit. P. 57
[7] Op. Cit. P. 60
[8] Op. Cit. p. 66
[9] Op. Cit. p. 68
[10] Op. Cit., p. 76
[11] Acerca de esta cuestión, véase
Op. Cit., p. 80 et passim.

[12] Op. Cit., p. 82
[13] Ibídem
[14] Op. Cit., p. 73
[15] Op. Cit., p. 83
[16] Acerca de esta cuestión, véase
Op. Cit., p. 84 et passim.
[17] Acerca de esta cuestión, véase
Op. Cit., p. 90

[18] Op. Cit., p. 102
[19] Ibídem

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