viernes, 17 de mayo de 2013

Distopía vs topía

Ray Bradbury, fallecido en 2012 y sin apenas impacto mediático. Escritor de Fahrenheit 451, posiblemente una de las mejores novelas distópicas escritas, ni siquiera obtuvo un mísero espacio en el telediario para la noticia de su muerte. Este es uno de esos libros que despiertan cierta inquietud en la mente, y que no se considere como debe a su autor, no hace más que dar toda la razón a su advertencia.
Esta distopía nos lleva a un mundo en que los bomberos no apagan incendios, son alertados cuando un ciudadano es sospechoso de la posesión de libros no autorizados con el fin de quemarlos. Pero lo más sorprendente no es que se quemen libros, sino por qué se hace. Se argumenta que la lectura provoca melancolía, que hace ser consciente de ciertos aspectos poco agradables de la vida. La base de la sociedad descrita es la felicidad, aquel telos aristotélico totalmente desvirtuado. La felicidad de la que aquí se habla es la que comparte asiento con la ignorancia, y cuya butaca es el entretenimiento de masas. En Fahrenheit 451 se nos habla de una tecnología dispuesta para el entretenimiento total de la ciudadanía, de televisiones a gran escala que forman parte de incluso todas las paredes de una habitación, de aparatos que interactúan con nosotros como si de amigos se tratase. El fin último del gobierno es asegurar la felicidad de sus ciudadanos, impedir cualquier angustia que pueda disminuir su capacidad productiva. La sociedad gira en torno a los medios de comunicación, al entretenimiento, anulando completamente las relaciones entre personas. Sólo cuando Montag, bombero, conoce a Clarisse, una joven a la que califican de loca, comienza a cuestionarse su felicidad y la legitimidad del gobierno.
Resumidos los aspectos relevantes de la novela, quizás debiéramos preguntarnos si esta distopia advertida por Bradbury no es una realidad anunciada, si no describe a la perfección lo que somos hoy. Recordemos que Clarisse, esa joven inquieta que provoca las dudas en Montag, es considerada como una loca. Esta chica se dedica únicamente a pasear, a observar la naturaleza, pensar, charlar con familiares y amigos… No consume absolutamente nada de esa tecnología de entretenimiento de masas. ¿Por qué se le considera entonces como a una loca? Sencillamente, es diferente, no sigue las pautas impuestas por el gobierno, piensa por sí misma. ¿Acaso hoy no tratamos de loco, antisocial, inadaptado o antisistema, a aquél que escapa de lo normal, de lo establecido? He observado la conducta de los niños en múltiples ocasiones, y no hay nada más revelador. El mínimo atisbo de diferencia por parte de alguno de ellos provoca inmediatamente, si no el rechazo, las mofas de algunos. Los niños tienden a identificar negativamente ser diferente, prueba más que suficiente de que la educación ha caído definitivamente en desgracia. Ya no se educa en valores, y si se hace, no se fundamentan adecuadamente. De poco nos sirve enseñar a nuestros hijos una serie de valores, si su enseñanza es dogmática y no terminan de comprender su fundamento. El «porque sí» y el «porque lo digo yo» debieran estar más que prohibidos durante la enseñanza.

Hemos degenerado en una sociedad dogmática y normativa. Se nos ofrecen leyes aparentemente morales y buenas, pero se echan en falta sus fundamentaciones. Hemos intentado establecer un orden rígido con el fin de asegurar la igualdad, pero los errores no se han hecho esperar. Si desde los principios buscábamos una igualdad formal, es decir, de todos los seres humanos en tanto que fines en sí mismos y no como medios a la manera kantiana, después, con las revoluciones bolcheviques y Marx como pensador, tratábamos de encontrar también una igualdad material. Quiero advertir que hoy, la antaño presupuesta igualdad formal, ha desaparecido. No puedo evitar darme cuenta de que hoy, la mayoría de esos personajes mal denominados políticos, ya no hablan sobre igualdades formales, sino sólo sobre las materiales. Parece interesarles únicamente el aspecto económico. Oigo hablar en las televisiones acerca de la pérdida de poder adquisitivo de la clase media, pero no acerca de su progresiva esclavización en el trabajo. Quizás debiéramos revisar las palabras de Marx, puesto que además de defender una igualdad formal, nos hablaba también de los peligros de la alienación, que algunos creen hoy erradicados, pero que en realidad están más a la orden del día que nunca.
Y si todo en la sociedad de la que habla Bradbury está dispuesto para el entretenimiento constante, pretendiendo evitar a toda costa el pensamiento crítico, hoy nuestra situación no es muy diferente. Los libros habían sido quemados en esta distopía, a excepción de los manuales destinados al aprendizaje de las profesiones, lo puramente técnico. Hoy las humanidades están desprestigiadas y olvidadas, las carreras universitarias técnicas, o dicho de otra manera, de las que se puedan obtener ciudadanos productivos, están mejor subvencionadas y gozan de gran aceptación. Poco a poco van desechando todo lo que pueda conllevar un pensamiento crítico, sin que nadie se de cuenta. La nueva ley educativa contempla en sus primeras líneas, la que posiblemente sea la declaración de intenciones más nefasta de la historia de la humanidad. Ya no ocultan sus intenciones, claramente explicitan que los deseos educativos son los de la formación de ciudadanos productivos. Si lo único importante es la producción, que el sistema no deje de funcionar, y a cambio de esto somos capaces de inmolar el pensamiento crítico, mucho me temo que la degradación del género humano está cada vez más cercana de un género robótico.
Si comparamos nuestra sociedad y la de Fahrenheit, en la nuestra no se queman libros, pero apenas sí se leen. El entretenimiento proporcionado por los medios de comunicación e internet está provocando que sólo unos pocos dediquen su tiempo libre a leer libros. Puede que, como decíamos, no se estén quemando libros directamente, pero la continua publicación de best sellers de lectura rápida, está llenando el mercado de ruido. Un ruido que impide escuchar lo verdaderamente importante.
¿Y qué hay de las relaciones entre personas? La llegada de los smartphones ha convertido a los humanos en autómatas. Andamos por la calle pendientes de una pequeña pantalla, que cada vez es más grande para captar mejor nuestra atención. Estoy seguro de que no seré el único que ha presenciado cómo dos personas se han chocado en plena calle por ni siquiera prestar atención a por dónde andan. ¿Qué fue de las charlas entre amigos? Jóvenes de todo el mundo dedican demasiadas horas al día a «socializar» mediante las «redes sociales». ¿No sería mejor mantener una conversación cara a cara, si fuera posible, en lugar de hacerlo frente a la pantalla de un aparato electrónico? ¿Qué sucede cuando alguien asegura no estar presente en alguna de esas plataformas? Si a algún joven se le ocurre decir que no tiene una cuenta en al menos una de ellas, como poco será tildado de antisocial. ¿No será más antisocial el que prefiere mantener una conversación a través de internet? Esto me hace recordar de nuevo aquél rechazo al diferente del que hablábamos antes.
Véase que el mundo descrito por Bradbury y la sociedad actual no están tan distantes. Se preguntaban algunos si sería posible acabar como este autor advertía, pero hoy la respuesta es un rotundo sí. Puede que no exista en nuestra sociedad una brutal censura como en Fahrenheit 451, pero preguntémonos si no es peor provocar premeditadamente la pérdida del pensamiento crítico en la ciudadanía. Pero, vayamos más despacio, ¿no existe realmente censura en nuestros días? Permítanme que responda a esta pregunta con otra pregunta: ¿acaso sabemos hoy algo acerca de la situación de Grecia? El único modo que he logrado encontrar para informarme sobre este asunto han sido los llamados periódicos de contra-información, los medios de comunicación alternativos.
Tratemos el asunto griego en mayor profundidad. Los recortes han llevado al país a la ruina y a sus habitantes a alcanzar el 50% de su total en el límite de la pobreza. En actos de desesperación, los helenos se echan a la calle de forma violenta. ¿No será aquel orden estricto del que hablábamos antes, aquel que pretende sustentar el sistema por encima de todo, la causa directa de esto? Siento defraudar a los artífices del capitalismo y las sociedades tecnocientíficas, pero el orden estricto y perfecto, además de no existir, desemboca en el caos. La naturaleza nunca fue perfecta, porque la perfección no es lo que los humanos entendemos por ella. Hemos olvidado que las ciencias son simplificaciones del mundo, las creamos para poder entenderlo de manera más sencilla. Hoy pretendemos cuantificar, numerar y organizar toda la realidad, olvidando que, ciertamente, la naturaleza es bastante impredecible y nada ordenada. Según mi criterio, es imposible crear un sistema que organice a los seres humanos con total respeto a la igualdad y la dignidad. El querer llevar el orden al extremo ha terminado provocando que los desajustes propios de la naturaleza hagan derrumbarse a un sistema ignorante. ¿Y qué pasará ahora? El caso griego me ofrece dos posibilidades, aunque en realidad ya las hemos contemplado a lo largo de la historia. Un partido extremista, Amanecer Dorado, aprovecha la desesperación y el miedo de los helenos para ofrecerles esperanza y comida a cambio de votos. Los tiempos en los que nos encontramos son los idóneos para que, de nuevo, un líder carismático se alce en el poder. Y es aquí precisamente donde tenemos esas dos posibilidades de las que antes hablaba. Si seguimos aguantando, manteniendo el sistema sobre nuestros hombros cansados y desgarrados, acudiremos desesperados a la llamada de un líder muy parecido a aquellos que se alzaron durante la 2ª Guerra Mundial. Pero, por suerte, hay una posibilidad más: la de dejar caer, todos a la vez, ese peso insostenible. Puede que sigamos a otro líder, pero ese líder carismático no será como el que antes mencionamos. Será la persona encargada de abrir los ojos y devolver la vista a los ciegos, de reconvertir en humanos a las ovejas. Ese líder no deberá ir delante del pueblo, lo hará con el pueblo. No nos dejemos engañar por líderes que van delante, y no del pueblo, sino de la masa.
 Los gobernantes son muy conscientes de las amplias posibilidades de revolución y, por eso, cada día existen más y más canales de televisión, una gran variedad ampliada cada poco tiempo. Se intentan abarcar todos los gustos, que nadie quede insatisfecho con el entretenimiento que proporcionan. Y, ¿para qué sirve el entretenimiento? Para no pensar en otras cosas, en problemas o recuerdos que quizás puedan entristecernos, para evitar que nuestro estado de ánimo decaiga hasta poder afectar a nuestra productividad en el trabajo y, además, una mente entretenida no se preguntará el porqué de las cosas, no cuestionará lo establecido, no imaginará una sociedad mejor. Algunos creen que los concursos televisivos pueden ser educativos, y quizás, si nos fijásemos detenidamente, comprenderíamos que se dedican a llenarnos la sesera con un arsenal de datos insignificantes. Si vuelves a tu pueblo ignorante, al menos hazle creerse sabio. Recordemos aquella política romana, pan et circenses, y será verdad aquello de que el hombre es el único que tropieza dos veces –e incluso más– con la misma piedra. A lo largo de la historia, ya demasiadas veces hemos cometido errores, pero más grave es el silencio de los que somos conscientes de ellos. Me gustaría citar aquí a M. Luther King y que divagáramos, por un momento, sobre unas palabras llenas de razón: «Tendremos que arrepentirnos en esta generación, no tanto de las acciones de la gente perversa, sino del pasmoso silencio de la gente buena.»
Y entremos ahora en otro aspecto importante que también aparece en la novela, y que los recientes acontecimientos en Boston me obligan a recordar. Bradbury describía cómo, cada vez que se cometía un crimen, los medios de comunicación retransmitían en directo la persecución por los cuerpos de seguridad a los criminales, cómo les daban caza. La intención de estas retransmisiones es reforzar la imagen del Estado, asegurar a sus ciudadanos que están protegidos si guardan sumisión. El reciente atentado en la maratón de Boston puso en evidencia la seguridad de los Estados Unidos de América, que se apresuraron en difundir los vídeos de la captura de los responsables; aunque, puestos a comparar nuestra sociedad con la de Fahrenheit, en esta última daban caza al individuo equivocado si era necesario para mantener la calma. O pensemos durante un momento en aquel temible enemigo, Bin Laden, buscado durante años y responsable de la muerte de decenas de personas. Su captura volvió a legitimar al gobierno de EEUU, recordó a sus ciudadanos, que a pesar de los errores que puedan cometer sus dirigentes, siguen ofreciéndoles protección. Y ahora, dejen que les pregunte algo, ¿Y si todo fuese un montaje? Llámenme cuanto quieran por escribir estas palabras, pero no acabo de creerme que, sabiendo sobradamente que desde un ordenador personal puedo acceder a las imágenes de todo el mundo mediante un satélite, la increíble tecnología de la gran potencia militar mundial no fuese capaz de encontrar a un solo hombre.
Volvamos a Boston, donde se produjo un atentado con explosivos caseros, atención, metidos en ¡ollas express! Después de los más que considerables aumentos de seguridad tras el 11-S, ¿ningún policía se percató del notable bulto que un joven llevaba en una mochila? Aquí hay algo que no termina de encajar. Y perdónenme si hiero su sensibilidad con tanto como digo, pero mi conciencia no dejará de remorderse si no trato este tema aquí, pues del 11-S también mucho se ha hablado. Unos aviones fueron suficientes para hacer caer dos rascacielos, según los informes técnicos por el incendio que provocaron. Deberíamos recordar ahora la Torre Windsor de Madrid, que ardió por completo, y a pesar de haber alcanzado altísimas temperaturas, la estructura no cedió. ¿Por qué cedieron entonces aquellas torres? Lo alarmante llega cuando no uno ni dos, sino cientos de testigos, aseguran haber oído explosiones antes del derrumbamiento. Existen cientos de grabaciones de supervivientes que lograron salir de alguno de los edificios asegurando haberlas oído. Y como cubrir esto era demasiado complejo, la versión oficial contemplaba explosiones en las cocinas de ambos edificios. Sólo añadiré que poco después, uno de los responsables técnicos de las torres, sentenciaba sin ningún tipo de duda que todas las cocinas eran eléctricas.
Podría seguir argumentando acerca de este y otros tantos temas de las denominadas «teorías de la conspiración», pero con estos ejemplos es suficiente. Sólo pretendo despertar la duda, algo ya ausente en la masa. Porque hoy ya no podemos hablar de pueblo, sino de esa masa de la que nos hablaba Ortega y Gasset. Deberíamos preguntarnos si esos de ahí arriba no están jugando con nosotros, si se dedican a inventar enemigos con la finalidad de legitimar su poder, si llegarían a ser capaces de asesinar como meros «daños colaterales» a sus propios habitantes, sólo para asegurar un sistema caduco.
Quizás me haya excedido en mis palabras y ahora estén ustedes tomándome por un loco sin remedio, pero al menos espero haber despertado un mínimo espíritu crítico de la manera más ancestral existente: la escritura. Acéptenme un consejo cuando les digo que lean, pero no best sellers, sino libros libres de ruido. Apaguen su televisor, dejen de indignarse porque su equipo de fútbol pierda, indígnense por una humanidad deshumanizada. Desenchufen su ordenador personal, hablen con sus familiares y amigos. Aprendan filosofía, pues mañana podría ser demasiado tarde.

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