martes, 16 de abril de 2013

Teoría del conocimiento: Metaescepticismo y epistemologías naturalizadoras

Cuando hablamos de metaescepticismo, a menudo surgen confusiones en cuanto a qué podemos denominar con este término, o qué se escapa de él. Podríamos decir que éste supone la crisis actual de la epistemología, pero también una crítica voraz contra ella hasta incluso querer reducirla al absurdo, y esto no es ni mucho menos novedoso. Por ejemplo, los positivistas lógicos ya eran partidarios de esta última posición, considerando los problemas de la epistemología tan insensatos como los de la metafísica. Otros, como Dilthey y sus seguidores, aseguraban que era necesaria una sustitución de la teoría del conocimiento por una filosofía del conocimiento. Aún así, en la actualidad la crisis de la epistemología es mucho más evidente, y podríamos atribuírselo a Richard Rorty como principal responsable. Lo hizo primero al modo hermenéutico y después al pragmático, pero en ambas formas cuestionó siempre la viabilidad de la epistemología. No sólo Rorty cuestionó la teoría del conocimiento, sino que también otros pensadores como Charles Taylor compartían esta idea.
Una de las posiciones metaescépticas que podemos vislumbrar surge directamente del escepticismo más extremo. Esto supondría la negación del objeto de estudio de la epistemología, es decir, del conocimiento, dejándola sin ninguna tarea y probando su carácter poco útil o inviable. Pero esta posición no será reconocida por ninguno de los llamados metaescépticos, sino que son ellos mismos quienes advierten de que, si no queremos caer en las garras del escepticismo, no debemos asumir ciertos presupuestos epistemológicos que precisamente dependen de él. Por tanto, el metaescéptico no niega el conocimiento, cuestiona los presupuestos, el significado de las preguntas epistemológicas. Y si queremos aclarar, tanto la posición de los defensores de la epistemología, como la de los metaescépticos, podríamos decir que los epistemólogos tratan de establecer una separación entre lo que es conocimiento y lo que no, y además colocan a las ciencias como paradigma de una objetividad a la que nuestras creencias se amoldan, y no al contrario. Para los metaescépticos esta tarea es inviable, no puede establecerse una línea que separe lo que es conocimiento de lo que no, y mucho menos podemos hablar de una objetividad ofrecida por unas ciencias con intereses pragmáticos.
Lo más idóneo para sacar algo en claro en este asunto será lo que hagamos a continuación: una puesta en común de los argumentos en pro y en contra, tanto de la epistemología como del metaescepticismo. Para comenzar esta tarea, una de las grandes preguntas a cuestionarnos es la de cómo justificar aquéllas creencias que consideramos verdaderas, considerándolas o no conocimiento. Han surgido diferentes respuestas a esta cuestión, siendo las más clásicas la fundamentalista y la coherentista, y una más reciente a modo de hibridación entre ambas como es el fundherentismo del que Susan Haack es el máximo exponente.
El fundamentalismo diferencia primeramente entre creencias básicas y creencias derivadas. Las primeras serán injustificadas e injustificables, son evidentes por sí mismas y no necesitan de ninguna otra creencia para ser consideradas conocimiento. Por su parte, las creencias derivadas son aquellas que se van extrayendo sobre la base de las creencias básicas de modo inferencial. La inferencia utilizada para extraer conocimiento, es un proceso relevante cuando unas premisas evidentes permiten concluir tesis que, en principio, no lo eran. Y traemos aquí a colación a Descartes, que con su duda metódica defendía esto precisamente, que podemos probar tesis contrarias a lo que los sentidos nos hacen creer, mediante premisas evidentes que concluyen tesis que jamás habríamos imaginado antes de la inferencia. Podría decirse, además, que el fundamentalismo posee una estructura piramidal en la que las creencias básicas serían la base de un sistema de conocimiento que iría ascendiendo con las creencias derivadas, pero siempre apoyadas sobre la base correcta.
Llegados a este punto, nuevamente surgen dos posiciones diferentes dentro del propio fundamentalismo. Los empiristas consideran que las creencias básicas son el conjunto de creencias empíricas, las que encontramos en la experiencia sensorial, y por tanto éstas no necesitarían justificación y justificarían al resto de las creencias –derivadas–. Sin embargo, los fundamentalistas de corte racionalista reducen bastante el número de creencias básicas. Según los racionalistas, deberían reducirse dichas creencias básicas a una sola, algo tan importante como el principio anhipotético –la idea de «Bien» de Platón, o el cogito de Descartes, por ejemplo. En este caso, la estructura piramidal de la que antes hablábamos, se vería ahora invertida, siendo el vértice la creencia básica sobre la que se sustentan todas las derivadas. Este esquema supone, que o bien la idea de «Bien» platónica, o el cogito cartesiano como ejemplificábamos, fuesen la única creencia básica que no necesita justificación y justifica a todas las demás, construyendo así todo el sistema de conocimiento.
Podríamos también clasificar otros tipos de fundamentalismo siguiendo la relación justificatoria, pudiendo ser deductiva, inductiva, abductiva, intuitiva, reductiva…; o siguiendo el estatuto epistémico que se concede a las creencias básicas, pudiendo ser incorregibles, autojustificadas, carentes de justificación…; pero no entraremos aquí en detalles.
Del fundamentalismo, por tanto, deben extraerse dos claves: que existe una tajante diferencia entre creencias básicas, a las que se denominará fuerza justificatoria, y creencias derivadas, justificadas por éstas; y que además, la fuerza justificatoria extraída de las creencias básicas tendrá un carácter unidireccional.
Si pasamos a hablar ahora del coherentismo, en éste la fuerza justificatoria depende de la coherencia que nuestras creencias tienen entre sí. Como puede deducirse, si dependemos de la coherencia de nuestras creencias entre sí, éstas serán simétricas, y tanto una como otra tendrán la misma importancia si hablamos de una creencia «a» y otra «b». Si esto es así, al contrario que en el fundamentalismo, en el coherentismo no diferenciamos entre creencias básicas y derivadas, sino que todas gozan de la misma importancia. Una de las razones que nos llevarían a defender esta posición es la de que a menudo vemos como, en ciertas circunstancias, algunas creencias que justifican a otras, pasan a ser justificadas por las creencias que antes justificaban. Otra de estas razones es la de que no podemos tener creencias aisladas, se defiende un holismo semántico que supone que el significado de un término viene determinado por el conjunto de proposiciones en las que puede figurar. Podemos explicar esto de una forma mucho más clara, diremos que no podemos decir que algo es de un determinado color si antes no tenemos en cuenta el conocimiento cromático y los términos que se atribuyen a cada color. Pero sin duda, si una razón es aquí importante es la que se ofrece para evitar el escepticismo. Si cuando hablábamos de creencias autojustificadas podíamos caer en dogmatismo, y cuando lo hacíamos de justificación en creencias injustificables en escepticismo, con el coherentismo la justificación viene ofrecida por la coherencia de todas las creencias, igualmente relevantes.
Además, los coherentistas rechazan la estructura piramidal que exponíamos anteriormente, siendo partidarios de un modelo acuñado por Neurath en el que conocimiento es un barco que nunca puede dejar de navegar, y si queremos sustituir elementos en él, será en continua navegación, nunca en tierra. El problema de esta metáfora es que podemos usarla en contra de sí misma, es decir, que de la misma forma en que las creencias son coherentes entre sí dentro de ese barco, debería haber algo de coherencia con lo demás, con el aire, por ejemplo, sin el que la navegación sería imposible. Por este motivo, cierto escepticismo aparece cuando buscamos una relación de las creencias con el resto de la realidad, ya que con el coherentismo nos parece que el sistema de conocimiento es cerrado en sí mismo y no guarda relación con otras realidades.
Y si ni el fundamentalismo ni el coherentismo pueden ofrecernos una apuesta firme contra el escepticismo, los intentos vendrían ahora de la mano del denominado fundherentismo, que trata de reunir las ventajas de los dos anteriores. A pesar de la contraposición de ambas teorías, sí existe algo común en ellas: el carácter unívoco de la fuerza justificatoria, unidireccional entre creencias básicas y derivadas en el fundamentalismo, y pluridireccional de todas las creencias entre sí en el coherentismo. Precisamente este carácter unívoco es rechazado por los fundherentistas, que abogan por uno biunívoco, concediendo cierta razón tanto al fundamentalismo como al coherentismo en tanto que, si bien las creencias justifican a otras tal como dice el primero, también debe tenerse en cuenta la relación que mantienen. Por tanto, para el fundherentismo la justificación viene ofrecida por una fundamentación unida a la coherencia entre las creencias. Si antes se ofrecía la metáfora de la pirámide, y después la del barco, los fundherentistas utilizan el crucigrama para explicar su posición, de manera en que nuestras creencias son cada una de las entradas a éste, y siendo la relación entre todas ellas muy importante para la construcción del sistema.
Pero quizás tampoco el fundherentismo sería capaz de desechar el escepticismo, pues tampoco ofrece una justificación al sistema de conocimiento en general, por lo que podemos ahora intentar añadir un elemento extra-doxástico, es decir, externo al sistema de conocimiento del que hablábamos. Además de la relación lógica entre creencias, añadiremos ahora una relación con la experiencia sensorial, una de carácter empírico con el mundo externo al sistema de conocimiento. De este modo estaríamos creando una relación causal entre la realidad y la creencia que se origina partiendo de ésta –externismo–.
Lo que acabamos de definir es la base de lo que llamamos epistemología naturalizada, o dicho de otra forma, la intención de hacer de la teoría del conocimiento una teoría de carácter empírico-científico, alejada ya de aquella filosofía primera antaño acuñada. Los escépticos podrían atacar a esta postura de la misma manera que a la propia ciencia, haciendo hincapié en su carácter circular y cerrado, que acaba resultando dogmático y no teniendo en cuenta otros factores. La objeción a este ataque es la de que en la naturalización de la epistemología  no se intenta justificar, sino explicar la relación fáctica que existe entre nuestras teorías y el mundo.
La principal consecuencia escéptica de una epistemología naturalizada sería que, ante dos creencias incompatibles, no sería capaz de ofrecer razones de verosimilitud para alguna de ellas, sólo sabría decir cómo se ha llegado hasta ella. Y además de esto, si se explican nuestras creencias a partir de una relación con el mundo, debemos tener en cuenta que a lo largo del tiempo la realidad está en continuo cambio, por lo que si la explicación del conocimiento es historicista, lo que se expuso en el pasado podría no ser adecuado a las condiciones actuales. No es difícil darse cuenta de que esto podría hacernos caer en el relativismo.
El darwinismo ofrece a los naturalistas una justificación posible, aquella en la que las creencias justificadas serían las que facilitaran la supervivencia o contribuyeran a la supervivencia. Pero si basamos lo normativo de la epistemología en la supervivencia, si decimos que la justificación depende de la supervivencia, entramos en un conflicto ético del «todo vale» en pro de la supervivencia de uno sobre los demás.
Puede concluirse de la epistemología naturalizadota que no puede reducirse la justificación a una simple causalidad, ni el conocimiento a lo puramente instrumental, pues de sobra son conocidas las consecuencias del conocimiento técnico carente de ética.
Después de todo lo anterior, parece probado que ni el fundamentalismo, ni el coherentismo, ni el híbrido fundherentismo, son capaces de impedir la deriva escéptica o relativista. Es aquí donde los metaescépticos como Rorty defienden una relación causal de nuestras creencias con el mundo, pero esta vez con una reducción de la justificación a una mera aceptabilidad intersubjetiva, donde decir que algo es «verdad» significa que hablo de mi opinión sobre algo. Nos dirán, por tanto, los metaescépticos, que si aquello que defendemos es aceptado por nuestro auditorio, es absurdo dudar escépticamente acerca de su verdad. De esta manera, puede cortarse el paso de algún modo al dogmatismo, y si tenemos en cuenta el principio de caridad, del cual se extrae que debemos sobreentender un conjunto de creencias verdaderas en nuestro auditorio, compartidas con nosotros mismos, sin las que no sería posible nuestra comunicación; también podemos evitar un ataque relativista. Sin embargo, huyendo del dogmatismo, puede que el metaescéptico caiga en la antitética autoindulgencia, y no resulta extraño que Gellner criticara a Rorty recordándole que solemos defender lo que nos es familiar.
Podemos conceder a los metaescépticos, como hizo McIntyre, el principio de caridad, suponer una serie de creencias verdaderas que compartimos con nuestros oyentes, pero si bien compartimos algunas, o la mayoría, nunca son todas. Si no son todas las creencias que compartimos, tan sólo una de ellas puede tener el suficiente peso como para iniciar un conflicto. Ejemplificar esto es sencillo: imaginemos a dos individuos, uno cristiano y otro musulmán. Si bien ambos comparten muchas creencias, como que existe un dios, o la construcción de iglesias y mezquitas para su adoración, el simple hecho de que el musulmán sea iconoclasta –que no acepta representaciones o imágenes puede desencadenar una situación conflictiva.
Si parafraseamos a Wittgenstein, diremos que el metaescéptico no es consciente de que muchas veces, en una discusión, uno puede tomar a otro por loco o viceversa. Este hecho podría ser causa de que el metaescepticismo no se ha tomado con la seriedad suficiente el relativismo, condición indispensable para poder superarlo satisfactoriamente. Y en cuanto a la deriva escéptica, prácticamente lo mismo podemos decir, pues tampoco el metaescéptico es capaz de impedir su acecho constante.
Ni siquiera el metaescepticismo, como antítesis a los epistemólogos, es capaz de solucionar el problema del relativismo y el escepticismo. Si los partidarios de la epistemología clásica caen en dogmatismo y pueden derivar en ellos, también el metaescepticismo tiene sus problemas, pues pecan de autoindulgencia, cayendo en un dogmatismo etnocéntrico.
Parece que llegados a este punto, al menos deberíamos conceder una importancia notable al relativismo y escepticismo, que de sobra se ha demostrado que acechan muy de cerca de la teoría del conocimiento. Debemos conceder dos puntos muy importantes: el primero al escepticismo, teniendo siempre en cuenta la falibilidad en nuestras pretensiones cognitivas; y el segundo al relativismo, pues existe una posible inconmensurabilidad de creencias relevantes.
La intención hoy es conseguir una postura epistemológica intermedia, carente de dogmatismo o escepticismo, y debemos acudir quizás al fundherentismo para intentar mejorarlo. Algo importante que debemos tener en cuenta es que, con que una persona tenga una experiencia sensorial acerca de algo, no basta con esto para justificar la creencia que de aquí se aduzca, sino que necesitamos también ser conscientes de que ese algo es ese algo, y no otra cosa. Por ejemplo, ver un perro marrón por la calle no es suficiente para justificar que he visto un perro, sino que es necesario saber qué es un perro.
Una vez hecha la consideración anterior, la pregunta que surge ahora es si podemos mantener una cierta objetividad en nuestro conocimiento. En un primer momento, parece que el fundherentismo nos llevaría a pensar que no, pues si de nuestros conceptos depende la justificación, podríamos creer que estos sean subjetivos o intersubjetivos. Pero no debemos olvidar, sin duda, que precisamente por tratar de la realidad, esos conceptos son objetivos. Está claro que las unidades de medida son creación humana, pero también debe estarlo que el espacio medido pertenece a la realidad no creada por el humano.
Anteriormente nombrábamos diferentes esquemas de los sistemas de conocimiento que hemos abordado, siendo el último el crucigrama, pero debemos decir que ni siquiera este es el adecuado. Con los años vemos que cada vez que se soluciona un problema, surgen nuevas preguntas que crean otros nuevos; cada vez que se descubre algo que da explicación a otra cosa, suele venir acompañado de cientos de nuevas preguntas. Si además tomamos en serio al relativismo, podemos entender que en diferentes sistemas pueden justificarse incluso creencias antitéticas, de lo que podemos extraer una inconmensurabilidad del conocimiento, una cantidad de creencias no reductible a ningún sistema de conocimiento. Pero, aún así, no debemos identificar la inconmensurabilidad de creencias con una indecidibilidad, es decir, que el conocimiento sea tan amplio y esté en una expansión continua, no es sinónimo de que no podamos elegir o decidir qué creencias nos parecen más adecuadas.
Para concluir, considero necesario preservar siempre una actitud escéptica, pero recordemos que etimológicamente, ser escéptico significa examinar atentamente. Es vital conservar el criticismo, la decidibilidad acerca de determinadas creencias, y no aceptar dogmas o relativismos extremos del «todo vale». Si bien es cierto que existen innumerables sistemas de conocimiento, y por tanto múltiples creencias antitéticas, no debemos creer que todas son igualmente válidas, sino que es nuestra obligación decidir sobre cuál creemos correcta. Y si queremos que esta decisión sea realmente congruente, deberíamos desechar posibles influencias etnográficas –que una creencia sea considerada válida donde resido, ni mucho menos la justifica–. Es muy importante, además, tener siempre en mente la falacia naturalista: que de un «es», no podemos extraer un «deber ser». No puede justificarse una creencia porque siempre se la haya considerado verdadera, porque me beneficie, o porque así lo dice la ciencia –si  algo debemos también recordar es que nuestro conocimiento es muy falible, y la ciencia no deja de ser conocimiento–. Resumiendo, nuestro conocimiento es inconmensurable y falible, y por tanto debemos decidir qué creencias nos parecen correctas de manera objetiva. Las creencias que tienden a cerrarse a posibles falsaciones son las dogmáticas, que suelen acudir a creencias autojustificadas o injustificables, y más nos vale alejarnos de ellas si queremos obtener un conocimiento verosímil.

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