Cuando hablamos de metaescepticismo, a menudo
surgen confusiones en cuanto a qué podemos denominar con este término, o qué se
escapa de él. Podríamos decir que éste supone la crisis actual de la epistemología,
pero también una crítica voraz contra ella hasta incluso querer reducirla al
absurdo, y esto no es ni mucho menos novedoso. Por ejemplo, los positivistas
lógicos ya eran partidarios de esta última posición, considerando los problemas
de la epistemología tan insensatos como los de la metafísica. Otros, como
Dilthey y sus seguidores, aseguraban que era necesaria una sustitución de la
teoría del conocimiento por una filosofía del conocimiento. Aún así, en la
actualidad la crisis de la epistemología es mucho más evidente, y podríamos
atribuírselo a Richard Rorty como principal responsable. Lo hizo primero al
modo hermenéutico y después al pragmático, pero en ambas formas cuestionó
siempre la viabilidad de la epistemología. No sólo Rorty cuestionó la teoría del
conocimiento, sino que también otros pensadores como Charles Taylor compartían
esta idea.
Una de las posiciones metaescépticas que
podemos vislumbrar surge directamente del escepticismo más extremo. Esto
supondría la negación del objeto de estudio de la epistemología, es decir, del
conocimiento, dejándola sin ninguna tarea y probando su carácter poco útil o
inviable. Pero esta posición no será reconocida por ninguno de los llamados
metaescépticos, sino que son ellos mismos quienes advierten de que, si no
queremos caer en las garras del escepticismo, no debemos asumir ciertos
presupuestos epistemológicos que precisamente dependen de él. Por tanto, el
metaescéptico no niega el conocimiento, cuestiona los presupuestos, el
significado de las preguntas epistemológicas. Y si queremos aclarar, tanto la
posición de los defensores de la epistemología, como la de los metaescépticos,
podríamos decir que los epistemólogos tratan de establecer una separación entre
lo que es conocimiento y lo que no, y además colocan a las ciencias como
paradigma de una objetividad a la que nuestras creencias se amoldan, y no al
contrario. Para los metaescépticos esta tarea es inviable, no puede
establecerse una línea que separe lo que es conocimiento de lo que no, y mucho
menos podemos hablar de una objetividad ofrecida por unas ciencias con
intereses pragmáticos.
Lo más idóneo para sacar algo en claro en
este asunto será lo que hagamos a continuación: una puesta en común de los
argumentos en pro y en contra, tanto de la epistemología como del
metaescepticismo. Para comenzar esta tarea, una de las grandes preguntas a
cuestionarnos es la de cómo justificar aquéllas creencias que consideramos
verdaderas, considerándolas o no conocimiento. Han surgido diferentes
respuestas a esta cuestión, siendo las más clásicas la fundamentalista y la
coherentista, y una más reciente a modo de hibridación entre ambas como es el
fundherentismo del que Susan Haack es el máximo exponente.
El fundamentalismo diferencia primeramente
entre creencias básicas y creencias derivadas. Las primeras serán
injustificadas e injustificables, son evidentes por sí mismas y no necesitan de
ninguna otra creencia para ser consideradas conocimiento. Por su parte, las
creencias derivadas son aquellas que se van extrayendo sobre la base de las
creencias básicas de modo inferencial. La inferencia utilizada para extraer
conocimiento, es un proceso relevante cuando unas premisas evidentes permiten
concluir tesis que, en principio, no lo eran. Y traemos aquí a colación a
Descartes, que con su duda metódica defendía esto precisamente, que podemos
probar tesis contrarias a lo que los sentidos nos hacen creer, mediante
premisas evidentes que concluyen tesis que jamás habríamos imaginado antes de
la inferencia. Podría decirse, además, que el fundamentalismo posee una
estructura piramidal en la que las creencias básicas serían la base de un
sistema de conocimiento que iría ascendiendo con las creencias derivadas, pero
siempre apoyadas sobre la base correcta.
Llegados a este punto, nuevamente surgen dos
posiciones diferentes dentro del propio fundamentalismo. Los empiristas
consideran que las creencias básicas son el conjunto de creencias empíricas,
las que encontramos en la experiencia sensorial, y por tanto éstas no
necesitarían justificación y justificarían al resto de las creencias –derivadas–. Sin
embargo, los fundamentalistas de corte racionalista reducen bastante el número
de creencias básicas. Según los racionalistas, deberían reducirse dichas
creencias básicas a una sola, algo tan importante como el principio
anhipotético –la idea de «Bien» de Platón–, o el cogito de Descartes,
por ejemplo. En este caso, la estructura piramidal de la que antes hablábamos,
se vería ahora invertida, siendo el vértice la creencia básica sobre la que se
sustentan todas las derivadas. Este esquema supone, que o bien la idea de «Bien» platónica, o el cogito cartesiano como ejemplificábamos,
fuesen la única creencia básica que no necesita justificación y justifica a
todas las demás, construyendo así todo el sistema de conocimiento.
Podríamos también clasificar otros tipos de
fundamentalismo siguiendo la relación justificatoria, pudiendo ser deductiva,
inductiva, abductiva, intuitiva, reductiva…; o siguiendo el estatuto epistémico
que se concede a las creencias básicas, pudiendo ser incorregibles,
autojustificadas, carentes de justificación…; pero no entraremos aquí en
detalles.
Del fundamentalismo, por tanto, deben
extraerse dos claves: que existe una tajante diferencia entre creencias
básicas, a las que se denominará fuerza justificatoria, y creencias derivadas,
justificadas por éstas; y que además, la fuerza justificatoria extraída de las
creencias básicas tendrá un carácter unidireccional.
Si pasamos a hablar ahora del coherentismo,
en éste la fuerza justificatoria depende de la coherencia que nuestras creencias tienen entre sí. Como
puede deducirse, si dependemos de la coherencia de nuestras creencias entre sí,
éstas serán simétricas, y tanto una como otra tendrán la misma importancia si
hablamos de una creencia «a» y otra «b». Si esto es así, al contrario que en el
fundamentalismo, en el coherentismo no diferenciamos entre creencias básicas y
derivadas, sino que todas gozan de la misma importancia. Una de las razones que
nos llevarían a defender esta posición es la de que a menudo vemos como, en
ciertas circunstancias, algunas creencias que justifican a otras, pasan a ser
justificadas por las creencias que antes justificaban. Otra de estas razones es
la de que no podemos tener creencias aisladas, se defiende un holismo semántico
que supone que el significado de un término viene determinado por el conjunto
de proposiciones en las que puede figurar. Podemos explicar esto de una forma
mucho más clara, diremos que no podemos decir que algo es de un determinado color
si antes no tenemos en cuenta el conocimiento cromático y los términos que se
atribuyen a cada color. Pero sin duda, si una razón es aquí importante es la
que se ofrece para evitar el escepticismo. Si cuando hablábamos de creencias
autojustificadas podíamos caer en dogmatismo, y cuando lo hacíamos de
justificación en creencias injustificables en escepticismo, con el coherentismo
la justificación viene ofrecida por la coherencia de todas las creencias,
igualmente relevantes.
Además, los coherentistas rechazan la
estructura piramidal que exponíamos anteriormente, siendo partidarios de un
modelo acuñado por Neurath en el que conocimiento es un barco que nunca puede
dejar de navegar, y si queremos sustituir elementos en él, será en continua
navegación, nunca en tierra. El problema de esta metáfora es que podemos usarla
en contra de sí misma, es decir, que de la misma forma en que las creencias son
coherentes entre sí dentro de ese barco, debería haber algo de coherencia con
lo demás, con el aire, por ejemplo, sin el que la navegación sería imposible. Por
este motivo, cierto escepticismo aparece cuando buscamos una relación de las
creencias con el resto de la realidad, ya que con el coherentismo nos parece
que el sistema de conocimiento es cerrado en sí mismo y no guarda relación con
otras realidades.
Y si ni el fundamentalismo ni el coherentismo
pueden ofrecernos una apuesta firme contra el escepticismo, los intentos
vendrían ahora de la mano del denominado fundherentismo, que trata de reunir
las ventajas de los dos anteriores. A pesar de la contraposición de ambas
teorías, sí existe algo común en ellas: el carácter unívoco de la fuerza
justificatoria, unidireccional entre creencias básicas y derivadas en el
fundamentalismo, y pluridireccional de todas las creencias entre sí en el
coherentismo. Precisamente este carácter unívoco es rechazado por los
fundherentistas, que abogan por uno biunívoco, concediendo cierta razón tanto
al fundamentalismo como al coherentismo en tanto que, si bien las creencias
justifican a otras tal como dice el primero, también debe tenerse en cuenta la
relación que mantienen. Por tanto, para el fundherentismo la justificación
viene ofrecida por una fundamentación unida a la coherencia entre las
creencias. Si antes se ofrecía la metáfora de la pirámide, y después la del
barco, los fundherentistas utilizan el crucigrama para explicar su posición, de
manera en que nuestras creencias son cada una de las entradas a éste, y siendo
la relación entre todas ellas muy importante para la construcción del sistema.
Pero quizás tampoco el fundherentismo sería
capaz de desechar el escepticismo, pues tampoco ofrece una justificación al
sistema de conocimiento en general, por lo que podemos ahora intentar añadir un
elemento extra-doxástico, es decir, externo al sistema de conocimiento del que
hablábamos. Además de la relación lógica entre creencias, añadiremos ahora una
relación con la experiencia sensorial, una de carácter empírico con el mundo
externo al sistema de conocimiento. De este modo estaríamos creando una
relación causal entre la realidad y la creencia que se origina partiendo de
ésta –externismo–.
Lo que acabamos de definir es la base de lo
que llamamos epistemología naturalizada, o dicho de otra forma, la intención de
hacer de la teoría del conocimiento una teoría de carácter empírico-científico,
alejada ya de aquella filosofía primera antaño acuñada. Los escépticos podrían
atacar a esta postura de la misma manera que a la propia ciencia, haciendo
hincapié en su carácter circular y cerrado, que acaba resultando dogmático y no
teniendo en cuenta otros factores. La objeción a este ataque es la de que en la
naturalización de la epistemología no se
intenta justificar, sino explicar la relación fáctica que existe entre nuestras
teorías y el mundo.
La principal consecuencia escéptica de una
epistemología naturalizada sería que, ante dos creencias incompatibles, no
sería capaz de ofrecer razones de verosimilitud para alguna de ellas, sólo
sabría decir cómo se ha llegado hasta ella. Y además de esto, si se explican
nuestras creencias a partir de una relación con el mundo, debemos tener en
cuenta que a lo largo del tiempo la realidad está en continuo cambio, por lo
que si la explicación del conocimiento es historicista, lo que se expuso en el
pasado podría no ser adecuado a las condiciones actuales. No es difícil darse
cuenta de que esto podría hacernos caer en el relativismo.
El darwinismo ofrece a los naturalistas una
justificación posible, aquella en la que las creencias justificadas serían las
que facilitaran la supervivencia o contribuyeran a la supervivencia. Pero si
basamos lo normativo de la epistemología en la supervivencia, si decimos que la
justificación depende de la supervivencia, entramos en un conflicto ético del «todo vale» en pro de la supervivencia
de uno sobre los demás.
Puede concluirse de la epistemología
naturalizadota que no puede reducirse la justificación a una simple causalidad,
ni el conocimiento a lo puramente instrumental, pues de sobra son conocidas las
consecuencias del conocimiento técnico carente de ética.
Después de todo lo anterior, parece probado
que ni el fundamentalismo, ni el coherentismo, ni el híbrido fundherentismo,
son capaces de impedir la deriva escéptica o relativista. Es aquí donde los
metaescépticos como Rorty defienden una relación causal de nuestras creencias
con el mundo, pero esta vez con una reducción de la justificación a una mera
aceptabilidad intersubjetiva, donde decir que algo es «verdad» significa que hablo de mi
opinión sobre algo. Nos dirán, por tanto, los metaescépticos, que si aquello
que defendemos es aceptado por nuestro auditorio, es absurdo dudar
escépticamente acerca de su verdad. De esta manera, puede cortarse el paso de
algún modo al dogmatismo, y si tenemos en cuenta el principio de caridad, del
cual se extrae que debemos sobreentender un conjunto de creencias verdaderas en
nuestro auditorio, compartidas con nosotros mismos, sin las que no sería
posible nuestra comunicación; también podemos evitar un ataque relativista. Sin
embargo, huyendo del dogmatismo, puede que el metaescéptico caiga en la
antitética autoindulgencia, y no resulta extraño que Gellner criticara a Rorty
recordándole que solemos defender lo que nos es familiar.
Podemos conceder a los metaescépticos, como
hizo McIntyre, el principio de caridad, suponer una serie de creencias
verdaderas que compartimos con nuestros oyentes, pero si bien compartimos
algunas, o la mayoría, nunca son todas. Si no son todas las creencias que
compartimos, tan sólo una de ellas puede tener el suficiente peso como para
iniciar un conflicto. Ejemplificar esto es sencillo: imaginemos a dos
individuos, uno cristiano y otro musulmán. Si bien ambos comparten muchas
creencias, como que existe un dios, o la construcción de iglesias y mezquitas
para su adoración, el simple hecho de que el musulmán sea iconoclasta –que no
acepta representaciones o imágenes– puede desencadenar una situación conflictiva.
Si parafraseamos a Wittgenstein, diremos que
el metaescéptico no es consciente de que muchas veces, en una discusión, uno
puede tomar a otro por loco o viceversa. Este hecho podría ser causa de que el
metaescepticismo no se ha tomado con la seriedad suficiente el relativismo, condición
indispensable para poder superarlo satisfactoriamente. Y en cuanto a la deriva
escéptica, prácticamente lo mismo podemos decir, pues tampoco el metaescéptico
es capaz de impedir su acecho constante.
Ni siquiera el metaescepticismo, como
antítesis a los epistemólogos, es capaz de solucionar el problema del
relativismo y el escepticismo. Si los partidarios de la epistemología clásica
caen en dogmatismo y pueden derivar en ellos, también el metaescepticismo tiene
sus problemas, pues pecan de autoindulgencia, cayendo en un dogmatismo
etnocéntrico.
Parece que llegados a este punto, al menos
deberíamos conceder una importancia notable al relativismo y escepticismo, que
de sobra se ha demostrado que acechan muy de cerca de la teoría del
conocimiento. Debemos conceder dos puntos muy importantes: el primero al
escepticismo, teniendo siempre en cuenta la falibilidad en nuestras
pretensiones cognitivas; y el segundo al relativismo, pues existe una posible
inconmensurabilidad de creencias relevantes.
La intención hoy es conseguir una postura
epistemológica intermedia, carente de dogmatismo o escepticismo, y debemos
acudir quizás al fundherentismo para intentar mejorarlo. Algo importante que
debemos tener en cuenta es que, con que una persona tenga una experiencia
sensorial acerca de algo, no basta con esto para justificar la creencia que de
aquí se aduzca, sino que necesitamos también ser conscientes de que ese algo es
ese algo, y no otra cosa. Por ejemplo, ver un perro marrón por la calle no es
suficiente para justificar que he visto un perro, sino que es necesario saber
qué es un perro.
Una vez hecha la consideración anterior, la
pregunta que surge ahora es si podemos mantener una cierta objetividad en
nuestro conocimiento. En un primer momento, parece que el fundherentismo nos
llevaría a pensar que no, pues si de nuestros conceptos depende la
justificación, podríamos creer que estos sean subjetivos o intersubjetivos.
Pero no debemos olvidar, sin duda, que precisamente por tratar de la realidad,
esos conceptos son objetivos. Está claro que las unidades de medida son
creación humana, pero también debe estarlo que el espacio medido pertenece a la
realidad no creada por el humano.
Anteriormente nombrábamos diferentes esquemas
de los sistemas de conocimiento que hemos abordado, siendo el último el
crucigrama, pero debemos decir que ni siquiera este es el adecuado. Con los
años vemos que cada vez que se soluciona un problema, surgen nuevas preguntas
que crean otros nuevos; cada vez que se descubre algo que da explicación a otra
cosa, suele venir acompañado de cientos de nuevas preguntas. Si además tomamos
en serio al relativismo, podemos entender que en diferentes sistemas pueden
justificarse incluso creencias antitéticas, de lo que podemos extraer una
inconmensurabilidad del conocimiento, una cantidad de creencias no reductible a
ningún sistema de conocimiento. Pero, aún así, no debemos identificar la
inconmensurabilidad de creencias con una indecidibilidad, es decir, que el
conocimiento sea tan amplio y esté en una expansión continua, no es sinónimo de
que no podamos elegir o decidir qué creencias nos parecen más adecuadas.
Para concluir, considero necesario preservar
siempre una actitud escéptica, pero recordemos que etimológicamente, ser
escéptico significa examinar atentamente. Es vital conservar el criticismo, la
decidibilidad acerca de determinadas creencias, y no aceptar dogmas o
relativismos extremos del «todo vale». Si bien
es cierto que existen innumerables sistemas de conocimiento, y por tanto
múltiples creencias antitéticas, no debemos creer que todas son igualmente
válidas, sino que es nuestra obligación decidir sobre cuál creemos correcta. Y
si queremos que esta decisión sea realmente congruente, deberíamos desechar
posibles influencias etnográficas –que una creencia sea considerada válida
donde resido, ni mucho menos la justifica–. Es muy importante, además, tener
siempre en mente la falacia naturalista: que de un «es», no podemos extraer un
«deber ser». No puede justificarse una creencia porque siempre se la haya
considerado verdadera, porque me beneficie, o porque así lo dice la ciencia –si
algo debemos también recordar es que
nuestro conocimiento es muy falible, y la ciencia no deja de ser conocimiento–.
Resumiendo, nuestro conocimiento es inconmensurable y falible, y por tanto
debemos decidir qué creencias nos parecen correctas de manera objetiva. Las
creencias que tienden a cerrarse a posibles falsaciones son las dogmáticas, que
suelen acudir a creencias autojustificadas o injustificables, y más nos vale
alejarnos de ellas si queremos obtener un conocimiento verosímil.
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